Mario Murgia

 

Mira la obra de Dios; porque ¿quién
podrá enderezar lo que él torció?
Eclesiastés 7:13

 

La amable invitación de Argentina Rodríguez a presentar el libro La excentricidad del texto me obligó a releer, por supuesto, el Nuevo Catecismo para indios remisos, que había yo visitado a finales de los años noventa, en la edición de Era, sin entender muy bien lo que estaba leyendo o más bien, sin darle el golpe a su carácter, más que tonal, formal. Habiendo leído ya lances alegóricos del tamaño de The Pilgrim’s Progress —monumento fabulesco del puritanismo inglés con el que Monsiváis estaba más que familiarizado— me parecía lógico que los vicios y las virtudes, que las protestaciones de la fe tuvieran nombre, brazos y voz, en una tradición piadosa y literaria que, ya reformada, encontraba su raigambre, no obstante, en la medievalidad del Everyman. Que Christian y su amigo Faithful (“What’s in a name”, preguntaría Julieta) pasasen por aquel extraño lugar llamado Vanity Fair sin sucumbir, no a la tentación de un anuncio de los modelos más recientes de Prada, sino a los avances de  Lord Hate-good, era de una candidez didáctica deliciosa. Que, en el Nuevo catecismo…, la Fábula, sin embargo, estuviera ella misma fabulada, que la Moraleja expresara deseos o que la Vaca Sagrada mugiera dudas escatológicas me parecía el abigarramiento de una narrativa que, a toda costa, buscaba mecerse en el columpio de una ironía que se regodea en lo vaivenes de la exégesis somera.

Debo a la relectura a la que ha felizmente obligado Raquel Serur, compiladora del libro que cometamos, haber dilucidado que Bunyan y Monsiváis están subidos en los columpios del mismo parque, pero que sus vaivenes tienen momentos distintos: se saludan con la mano cuando, en un punto particular de sus trayectorias paralelas, coinciden sus momentos (en el sentido físico, no tanto temporal). Raquel y la banda de críticos y amigos suyos que se reúnen en La excentricidad del texto: el carácter poético de Nuevo catecismo para indios remisos me han revelado también que padezco un trauma o complejo (no estoy seguro del epíteto correcto en este caso) que desde hace tiempo había sospechado sufrir y que ahora confirmo e, incluso, me atrevo a nombrar: la envidia del protestante. El complejo tiene que ver con la lengua o, mejor dicho, con el registro de la lengua al que, desde niño, he estado expuesto en mis lecturas de la Biblia y cuyas limitaciones ahora reconozco al haber desempolvado —una vez más, gracias al libro de Raquel—la Biblia del Oso, fundamento de la lengua de Monsiváis, sobre todo en el Nuevo Catecismo, según él mismo y de acuerdo con Sergio Pitol en su texto “Un lenguaje afianzado en su tradición”. Para una muestra la profundidad de mi recién nombrado trauma, he aquí el retórico botón. Mientras que Monsiváis disfrutó toda su vida de esto que, en el texto protestante, Casiodoro de Reina traduce, por ejemplo, como: “En el día del bien, goza del bien; y en el día de la adversidad considera. Dios hizo tanto lo uno como lo otro, a fin de que el hombre nada halle después de él” (Eclesiastés 7: 14), yo me tuve que conformar con: “En los días felices disfruta de la felicidad, y en el día de la desgracia, abre los ojos: Dios los ha dispuesto a ambos (¿los ojos?) de tal manera que nadie pueda saber cuál será su fin”. Resulta claro cuál traducción es más explicativa y verbosa. Peor aún, tuve que sufrir notas aclaratorias como ésta, referida al capítulo 7, versículo 26 del Eclesiastés:

Este párrafo no puede menos que extrañarnos. Aquí cabe recordar que la Biblia es tanto la Palabra de Dios como palabra humana, palabra ligada a un tiempo y a una cultura. Casi todos los textos bíblicos nacieron de experiencias vividas por hombres, y en un mundo que, en el mejor de los casos, no conocía a la mujer.

Esto es, nada menos, la prosa explicada por lo prosaico. A partir de ejemplos como éste, se hace evidente que es de esta retórica bíblica protestante que abrevan figuras como “el pánico lo envolvió como las yerbas al rocío”, del episodio “El tesoro de Moctezuma”, y que el propio Monsiváis califica de “cursilería pavorosa” en su respuesta a la última pregunta de Elena Poniatowska en una entrevista intitulada “Los pecados de Carlos Monsiváis”, una vez más, en La excentricidad…. Es cierto, hay aquí algo de pavura inspirada por algún tufillo de improbabilidad en la figura tal: quiere ésta levantar un vuelo poético que quizá raye en la rareza (¿no es, en todo caso, el rocío lo que envuelve a la yerba en la experiencia de las imágenes matinales?, ¿no son el rocío y la yerba, juntos, reminiscencia de la calma, la serenidad del nuevo día, y no del pánico?). ¿O será esto acaso un juego irónico más, un artilugio narrativo, digamos una suerte de “correlativo objetivo” en miniatura, para el aturdimiento trágico de Axoyotzin, el antihéroe del relato? No lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es que en el pecado retórico está la penitencia verbal, sobre todo si hacemos caso de lo que continúa diciendo Monsiváis en esa misma respuesta a Poniatowska en cuanto al lenguaje de su obra: “En el nuevo catecismo la retórica viene a ser el equivalente de las fuerzas malignas” (p. 196).

En este sentido, el libro coordinado por Raquel Serur demuestra que Carlos Monsiváis es el gran tentador de sus críticos, sobre todo si, además, han sido sus amigos. Para rematar, sus tentaciones son absolutamente exitosas. Y aquí, vuelvo al texto de Pitol en La excentricidad del texto. Dice él que su experiencia de lector lo “ha convencido de que ninguna obra resulta perdurable si no se afirma en una tradición del lenguaje” (p. 51). Claramente, Pitol que el Nuevo catecismo… trasciende la lectura ocasional, como lo delata la hipérbole de su conclusión: “El nuevo catecismo para indios remisos, libro excéntrico entre los excéntricos, es también uno de los más perfectos con que cuenta la literatura mexicana”. (Cabe notar que Pitol va, para referirse al libro, de lo tradicional, a lo “singular” y, finalmente, a lo “excéntrico de lo excéntrico”, como ya se vio). Pitol se convence a sí mismo de la excentricidad de Monsiváis a pesar del evidente tradicionalismo lingüístico y retórico de éste, y que así, según intuyo, convence a su vez a Raquel para usar el sustantivo “excentricidad” en su propio libro. Hablar luego de la manera en que tienta a Juan Gelman y al Fisgón para imitar su estilo sapiencial, en sus respectivos escritos “Hechos” y “Los delirios del catecismo producen fábulas”. Con ello, Monsiváis se anota una victoria contundente en el campo de la parodia reverencial, a la que el Nuevo catecismo seguramente se prestará durante muchos años más. (He de confesar que yo iba a imitarlo también para efectos de esta presentación, pero dado mi rezago retórico antes los dos autores mencionados, desistí en honor a la dignidad verbal).

Reconozco, aun después de un par de lecturas al libro coordinado por Raquel, que todavía no sé si la excentricidad de texto de Monsiváis sea tal en realidad. Prefiero, adhiriéndome a cierta reflexión de Carmen Galindo (p. 68), seguir mascullando aquella pregunta tan sugerente en más de un nivel y en más de un sentido: “¿Es o no es?”. Tampoco estoy muy seguro que algún ensayo particular lidie contundentemente con el asunto del carácter poético del Nuevo catecismo…. Quizá lo hagan entre todos los ensayos y entrevistas al referirse éstos constantemente a la ironía y el sarcasmo, a la fábula y a la alegoría, a la imitación y la insinuación de los que se aprovecha Monsiváis en las 51 viñetas —porque eso son, viñetas— que conforman su libro. Lo que sí sé es que la entrevista de Álvaro Matus me deja perplejo por dos razones: que tiene poco, poquísimo, que ver con el Nuevo catecismo…, y que, en una irónica elipsis, tal vez monsivaisiana, la nota que ha de revelar la procedencia del texto se queda, literalmente, en blanco.

Sé también que Raquel, como atestiguamos hoy, ha cumplido cabalmente con su cometido: que se discuta y se escriba sobre el Nuevo catecismo para indios remisos con todo el rigor, la atención y la seriedad que la buena sátira sin duda se merece. Eso es, como se dice en inglés, a labour of love.