Dominique Strauss-Kahn
Lo precedía el prestigio de haber sido un singular, brillante y atractivo ministro de finanzas en Francia bajo la égida de Lionel Jospin. Era el más sagaz que hasta ahora ha tenido la dirección del Fondo Monetario Internacional. En las filas del socialismo francés, apuntaba como el más destacado para enfilarse como candidato presidencial en 2012. Su departamento en la plaza de Vosges en Paris, dicen, es de cuento, al igual que su casa veraniega en Marraquesh. Casado con una prestigiosa periodista, ¿qué le faltaba en su vida a Dominique Strauss-Kahn?
Le faltó conocer dos lecciones que dolorosamente seguramente se aprende en una cárcel de Manhattan: una, la policía cumple con sus leyes y reglamentos. No importa si quien agrede sea uno de los personajes más encumbrados de este mundo. Dos, por más irresistible que sea una extraña pulsión destructiva —como es la de querer violar a una camarera desconocida—, el cerebro y los controles internos de cada quien nunca deben exceder los límites.
El sistema policíaco y penitenciario del estado de Nueva York es temible para todo aquel que infrinja la ley, y ahora, en los últimos años, todo lo concerniente a las agresiones sexuales se ha orillado hasta los extremos, para con ello contribuir a frenar ese tipo de abusos que frecuentemente terminan en golpizas y hasta la muerte de las víctimas.
Imaginemos que el caso se hubiera dado aquí en el Distrito Federal. Ni el hotel de lujo donde podían darse los hechos habría llamado a la policía, para con ello encubrir al alto, altísimo, personaje, ni la policía habría tenido la osadía de irrumpir en la cabina de primera clase de un avión de Air France para hacer descender y más tarde llevar al individuo delante de un agente del ministerio público. ¿Qué habría hecho este último? De rodillas solicitar perdón y con ello solicitar todo tipo de disculpas.
Esa es la diferencia crucial.
Los criminales mexicanos saben que tratar o conseguir violar mujeres no es un delito que ponga en peligro su libertad; están convencidos de que gozan de una cierta inmunidad ante algo “tan menor”, sobre todo si se compara con un crimen, el secuestro, el asalto o uno o varios decapitados. Saben que de estos atropellos mortales pueden salir bien librados, sobre todo si cuentan con dinero o influencias con sus abogados y jueces amigos.
La realidad está ahí para comprobarlo: miles, decenas de miles de crímenes, sin castigo.
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