Jaroslaw Iwaszkiewicz
Vicente Francisco Torres
(Primera de dos partes)
En una Polonia rural, de caminos enfangados, espesos bosques, carros tirados por caballos, ventas, venteras y gitanas, monasterios y sacerdotes exorcistas, pero gobernada por príncipes que habitan en suntuosos castillos, transcurre Madre Juana de los Ángeles, excepcional novela que, como El bosque de Abedules, también de Jaroslaw Iwaszkiewicz (ambas publicadas por la Universidad Veracruzana, 2010, en su Biblioteca del Estudiante Universitario) puede ser calificada como gótica. Una naturaleza magnánima sirve de marco para el drama de los hombres.
Al principio leemos una novela hermosamente escrita sobre las peripecias del padre Juan Suryn, quien se dirige a una apartada región para echar a los demonios que se han posesionado de los cuerpos de varias monjas y, muy particularmente, del de la superiora Juana de los Ángeles. Tiene una sombría visión del hombre (“una mentira engendra otra, por esto el mundo parece una carroña asediada por cornejas y cuervos. No hay verdad en el mundo”), pero desde el momento en que se entrevista con un rabino de la localidad para pedirle ayuda ante lo difícil de su misión, la novela adquiere una dimensión trascendente. Abundan los exorcismos con agua bendita, hostias, contorsiones, gritos, rostros cogestionados y voces aterradoras, pero el rabino, dada la diferencia de credos, tiene una singular teoría sobre los demonios: para derrotarlos, hay que conocerlos; experimentar el demonio del orgullo (Leviatán), el de la impureza (Behemont), y el de la cólera y los celos (Asmodeus). En otras palabras, tendrá que perderse para encontrarse, con lo que se confirmará el vaticinio de una gitana quien le anticipó que amaría a una jorobada con ojos de vaca (Madre Juana de los Ángeles), es decir, su sagrada misión lo llevará al pecado.
Consonante con esta visión paradójica de las cosas, el padre Lactancio tolera que las monjas griten obscenidades en la iglesia, celebren el sabbat y bailen; permite esto para que los aldeanos, según él, al ver al diablo, se acerquen a Dios. El abad Brym insiste: “¿Quizá sea esta una forma de hacer santos? Dejar entrar al diablo, permitirle llenar el cuerpo y el alma hasta los bordes, y luego, habiéndolo atrapado, ofrecer ese vacío espiritual al rocío del cielo; tal como se pone un recipiente para el agua de la lluvia, y esperar a que la esencia divina la colme…”.
Sin embargo, el padre José responde con sus creencias: “¡Sí! Sólo que el alma no tiene la forma de un vaso, parece más bien la cáscara de una nuez, con tantos recovecos, escondrijos y rincones oscuros”.