De leyes, Constitución y pías intenciones
Vaya, pues… sin pena ni gloria, como lo han decidido los panistas que nos gobiernan, afortunadamente ya por poco tiempo (aunque por poco que sea nos parecerá un siglo), han pasado las fiestas que en nuestra infancia exaltaban los valores cívicos y el amor a la Patria (así, con P mayúscula): la expropiación petrolera, el natalicio y fallecimiento del Benemérito, el Día del trabajo, de la independencia, de la Raza, el de la Revolución…
Eran otros los tiempos, dirán algunos. Pero para los que ya pasamos de los cuarenta… ¡Con qué orgullo, con cuánta devoción honrábamos los lunes a la bandera y cómo sentíamos allá, muy adentro, la arrogancia de sabernos mexicanos!
Hoy todo ha cambiado, pero para mal. Otro capítulo de los muchos infaustos que se han abatido sobre nuestro país. El civismo ha desaparecido de los programas escolares, la historia de México no es sino un expediente aburrido enseñado sin convicción ni patriotismo y las efemérides gloriosas las convirtieron en pretexto para conceder puentes en un país que requiere sobretodo de mucho trabajo. Pan y circo, como en tiempos muy remotos que aquí parecen resucitar.
El cinco de mayo no se trabajaba: estábamos muy ocupados vitoreando a nuestros héroes, releyendo la batalla en los fuertes poblanos de Guadalupe y Loreto y honrando la memoria del general Ignacio Zaragoza. Y el primero de mayo: día de desfile, de reivindicaciones obreras, de carteles con letras grandes, porque en el balcón central de Palacio Nacional el mandatario presidía el desfile, no sin haber escuchado días antes a los líderes obreros y logrado lo máximo que entonces se podía conceder.
El último día del trabajo fue una jornada desangelada, cuya mención única fue la caída de un templete y la boruca que se organizó. El Presidente no estaba. Había ido al Perú, en una oscura misión de confusos resultados y luego a Roma, para asistir a la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II.
Ya lo he dicho en muchas ocasiones. Amparado en la libertad de cultos que consagra un Estado laico, puedo afirmar que soy católico practicante, devoto de la Virgen de Guadalupe y obediente a los designios del Papa. Pero celoso por conservar esas libertades, soy un ferviente defensor de la laicidad como garantía de la libertad que tiene todo ciudadano de profesar la fe religiosa que quiera, sin verse molestado en la intimidad de su creencia ni discriminado por ello. Bastante ha sufrido nuestro país por la intolerancia de unos y otros.
El presidente Calderón está obligado, el que más, a respetar las leyes que nos rigen y no asumir los riesgos de despreciarlas. Fue él quien juró cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes emanadas de ella. El artículo 25 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público es muy clara al establecer que las autoridades no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público, ni a actividad que tenga motivos ni propósitos similares.
No sólo es culpable de violación a la ley y a su palabra empeñada, sino también es reo de hipocresía.
“En respuesta a una invitación diplomática —dijeron las fuentes oficiales—, el jefe del Ejecutivo realizará una visita oficial a la Santa Sede… para asistir a la Ceremonia de Beatificación del Papa Juan Pablo II”.
No hay duda de la ingenua o burda falsedad de la redacción del texto: no es un acto que se inscriba dentro de la institucionalidad de las relaciones diplomáticas entre dos Estados. Calderón se revistió de un carácter oficial para asistir a un acto litúrgico, eclesiástico, religioso, muy respetable, pero que de ninguna manera puede incluirse dentro de sus funciones oficiales.
No sucederá nada, como nada pasó con las violaciones de Fox a la ley. Nada, salvo el sentimiento de soportar a un presidente que no está a la altura de la protesta que lo elevó a la muy alta dignidad republicana de presidente del país.
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