Juan Coronado

José María Arguedas construye un mundo literario que abre el camino de lo regional a lo universal. Suma la voz del Perú al concierto global de la cultura de Occidente. Suma su voz a la de toda Latinoamérica. Y al volver la vista atrás, confirma que es universal porque es profundamente peruano. Recuerda las palabras de Martí. Recoge las enseñanzas de Mariátegui. Contribuye a la edificación de “Nuestra América”, esa construcción histórica que es un estado de conciencia y una realidad cultural al mismo tiempo.

Arguedas es congruente con su generación y con lo que le toca urdir como escritor y como generador de cultura. Une toda su sabiduría para crear la imagen de un Perú que es “todas las sangres” que recorren “los ríos profundos” de una América Latina que palpita ya en lo universal.

Los pasos que ha recorrido la cultura latinoamericana en el siglo XX son muy claros y contundentes. Su búsqueda y encuentro de una identidad la han llevado por caminos regionalistas primero y occidentalistas después; ha bebido en lo rural y en lo urbano; en lo tradicional y en lo renovador. El proceso literario a partir del Modernismo se dio  a la tarea de encontrar una voz que le formara una cara propia. En ciertos momentos ha tenido que elegir entre lo propio o lo ajeno; entre los criollismos o las vanguardias. Pero a la generación de Arguedas le tocó unir, organizar lo disperso. Recoge lo ya aprendido por la corriente indigenista y le da el color profundo de lo peruano. Asimila las vanguardias y las entreteje en la conciencia de su escritura de dos vertientes que van a dar al mismo río, el español y el quechua. Lo propio y lo ajeno se lavan en la misma tina. No hay color folclórico en el mundo de Arguedas porque todo es visto desde dentro. No hay alarde universalista porque no exhibe impúdicamente sus herramientas formales. Hay una congruencia en su creación artística al desarrollar todas sus experiencias como escritor y como antropólogo. No busca nada más allá que el desarrollo de su labor cultural. A la generación del “boom” le tocará poner en el aparador los logros ya como realidad exportable. Ni Vargas Llosa, ni Cortázar ni Fuentes estarían donde están en la escala de valores sin la tierra labrada por la generación de Arguedas, independientemente del valor de cada uno.

Arguedas se formó como escritor de una línea que ya es muy nítida desde 1935 con sus cuentos de Agua. Y en ese camino sus preocupaciones y formas estilísticas se van perfeccionando hasta llegar a sus obras maduras. En ningún momento pierde la línea ya trazada por seguir las modas que tratan de imponerse. Vargas Llosa representa ya otra generación y otra concepción del trabajo narrativo, pues nace en 1936 y su momento histórico le permite ser un peruano universal.

En Los ríos profundos (1958) la escritura de Arguedas llegó ya a su destino. No es una novela más de la corriente indigenista. Es una novela que, si nos empeñamos en inscribirla en alguna corriente, tendría que ser dentro de un posible “realismo mítico”. Esta corriente tiene la característica, no de unir realismo y magia, sino de trenzar la realidad con la elaboración mítica. La realidad de Los ríos profundos es el sustrato histórico de un país donde conviven dos lenguas y dos culturas, no mezcladas sino superpuestas; dominada una y dominante otra. Esta situación crea conflictos sociales que son el motor de la dinámica de la novela. Pero como no se trata de una simple obra de denuncia; frente a esa realidad se levanta la elaboración mítica del autor que está creando una obra artística. No hablamos de recreación de mitos clásicos occidentales o mitos de la cultura incaica, que los hay sin duda alguna, sino de mitos creados por el escritor de esta novela. El primer capítulo se llama “El viejo” que representa en el nivel de la realidad al tío del protagonista y narrador de la novela; es un hacendado, prototipo del explotador y tirano. Este viejo avaro se construye míticamente como la encarnación del mismo demonio. Las descripciones del personaje parten de lo real hasta llegar a lo mítico. El mal encarnado en un personaje es el punto de partida de la obra. El mal será también el punto final, cuando se describe la peste que empieza a devastar a la población y que poco a poco se va construyendo como una imagen mítica donde esa enfermedad es la presencia del demonio otra vez. El viaje de padre e hijo es la visión del paraíso, el encuentro con la naturaleza y sus maravillas. El tono lírico empieza a hacerse patente. Es difícil en toda esta parte decidir hasta dónde estamos frente a una descripción realista o frente a la construcción del mito del paraíso, no el cristiano sino el de la cultura peruana, con cóndores, pericos y demás parafernalia de aves diversas. El paraíso termina y enseguida se construye la realidad de un pueblo y un colegio donde estará internado el joven protagonista (Esteban, alter ego del mismo Arguedas). En toda esta parte vemos los hechos reales de la vida cotidiana de un colegio católico que se convierte en el microcosmos de la sociedad peruana. No es sólo una alegoría lo que estamos presenciando, sino un mito; pues el texto y su lectura se convierten en un rito en el que tiene que participar el lector. Es un mundo cerrado donde las acciones se repiten mecánicamente hasta el punto de llevar a la locura al personaje que obsesivamente fornica con una joven loca. El mito del encierro creado en la novela puede parecerse a otros mitos ya fraguados, pero lo importante es cómo el escritor crea su propio mito. La peste final, que ya mencionamos, permite que termine su encierro el joven protagonista. Se ha cumplido ya el ciclo de su aprendizaje. El joven va nuevamente en busca de su padre, pero no sabemos en ese momento si la utopía de su encuentro podrá finalmente realizarse.

Esta particular manera de construcción del discurso narrativo nos permite ver una obra que no es una novela tradicional donde las peripecias de la trama se van desarrollando en un tiempo convencional. Las acciones de toda la novela se reducen a su mínima expresión: padre e hijo van al Cuzco a ver a su tío; emprenden un viaje por diversos pueblos; deja el padre al hijo en un colegio; el hijo es testigo de la vida en ese encierro; la peste permite que el hijo regrese a buscar a su padre. Con estas mínimas acciones no se construye una verdadera trama novelística. Pero esta obra se quiere así, se construye de esta manera. Y lo que pasa es que estamos frente a una novela lírica en la que en vez de acciones hay descripciones de ambientes, recreación de atmósferas, elaboración minuciosa de imágenes, construcción de mitos, formación de ritos donde la palabra es el motor fundamental.

En las novelas líricas los narradores funcionan como el “yo” que toma la voz en la poesía. En esta obra se confunden los narradores y las voces poéticas para darnos la impresión de que estamos oyendo un solo canto, pues canto es el texto de Arguedas; es voz melancólica de una serie de huaynos; el discurso se mueve al ritmo de una danza de tijeras, conjuga sonidos y movimientos; voces y acciones. La imagen central es el zumbayllu, ese trompo mágico que extiende su canto en todas las direcciones posibles e imposibles. La calidad lírica de esta obra la encontramos también en el ritmo y en el tono de la prosa: mesurado en todo momento, sin estridencias; con alegrías y tristezas siempre en sordina, como si estuviera tocada por los instrumentos musicales de la tradición peruana.

Los ríos profundos más que una novela es un canto lírico que conmueve los rincones más íntimos del lector. Es al mismo tiempo un canto de vida y un canto de muerte. En Uku Mayu José María Arguedas vivirá por siempre.