Juan Antonio Rosado
En febrero de 2011 se cumplieron veinte años del deceso del narrador, crítico y editor Carlos Valdés (Guadalajara, 1928 – Ciudad de México, 1991), pero en este año también se cumplen cincuenta de la primera edición de uno de sus libros de cuentos más celebrados: El nombre es lo de menos (1961). Valdés, sin embargo, también es recordado por haber sido cofundador —junto con Huberto Batis— de la revista Cuadernos del viento (1960-1967), publicación con influjo de Alfonso Reyes (por su universalismo) y de El Renacimiento (1869), de Altamirano (por su formato y apertura a diversas tendencias). En Cuadernos del viento colaboraron escritores como Tomás Mojarro, Eduardo Lizalde, José Emilio Pacheco, Juan García Ponce y José de la Colina, entre otros muchos. Y aunque Valdés abandonó la revista, su participación fue notoria sobre todo porque, con Batis, redactó la sección crítica “Palos de ciego”, donde se comentaba y analizaba el quehacer cultural mexicano. Esta revista fue contemporánea de otras que hoy son parte imprescindible de la historia literaria de México, como la Revista mexicana de literatura y El corno emplumado.
De Carlos Valdés, Juan José Arreola había incluido su libro Ausencias (1955) en la colección Los Presentes. Seis años después, aparecerán los siete cuentos de El nombre es lo de menos, donde es evidente —a pesar del recurrente uso de la hipérbole y de algunos experimentos formales, como el cambio abrupto de persona gramatical— un realismo conciso, claro, lleno de ligereza y tono humorístico no exento de profundidad. Se trata de una prosa que engancha al lector desde la primera frase, a la que nada le sobre ni le falta: cada elemento es significativo (el autor no derrocha palabras), con una dosificación mesurada de las secuencias descriptivas; las atmósferas no están sobrecargadas y el ritmo es ágil. Hay muchos puntos en común con la prosa de Jorge Ibargüengoitia: el amor por la intriga y lo policiaco, el uso del humor y de la ironía, así como la fluidez narrativa.
Los temas de Valdés van desde las bebidas alcohólicas (una buena parte de sus personajes bebe en cantinas), hasta las reflexiones en torno a la condición humana y el tiempo, pasando por la miseria, el cinismo (muy recurrente), la falsedad o veracidad de un discurso (como cuando se cita el Cratilo, de Platón), la soledad, el deseo de salir de la inercia (“demasiado pronto o demasiado tarde”), la mentira, la ambición, la mediocridad (el pintor gringo sin ambiciones, presto sólo a satisfacer el placer cotidiano), la escritura, entre otros. No hay pasión amorosa ni tragedia. Y si bien, en general, los personajes se hallan alejados del idealismo romántico, en un personaje atormentado por la soledad, como el del cuento dentro del cuento que le da nombre al libro, podemos encontrar a un Carlos (personaje de otro Carlos) con una concepción romántica del artista, heredera del irracionalismo creador: “El verdadero escritor está a la altura de los borrachos, de los criminales natos, de las prostitutas por vocación, de los santos, mejor aún de los místicos”.
La función metaliteraria del primer relato es clara desde que el autor se propone iniciar el cuento en el momento en que el personaje se salva de las tinieblas. Y en cada cuento —todos muy apartados de lo trágico, y hasta cuando hay alguna muerte, se trata con humor— subsiste este deseo de romper con las tinieblas, cambiar de condición, transformarse, lanzarse a la acción. Para ello, son fundamentales las distintas revelaciones que transfiguran una situación (o a un personaje). Sin duda, Valdés es uno de los cuentistas más amenos de la segunda mitad del siglo xx mexicano y uno de los forjadores de las nuevas propuestas estéticas de los años sesenta.