Vicente Francisco Torres
Si la celebración política del bicentenario de nuestra Independencia fue tan ofensiva en tantos aspectos, la cultural pasó a un segundo plano porque tuvo menos publicidad. ¿Cómo invocar nuestra independencia en un contexto de pobreza y sometimiento económico, político, institucional, militar y de soberanía? ¿Cómo guardar grata memoria del escándalo desatado con el monigote erigido en el zócalo y los desorbitados gastos del espectáculo de luz y sonido que convirtieron la celebración en una transa?
En virtud de que la cultura de los pueblos, siempre raigal y auténtica, suele sustraerse a los manoseos de los políticos y tiranos del momento, he advertido que la Secretaría de Hacienda contribuyó a la celebración con libros sobre nuestra pintura y nuestra filatelia. El Colegio de México, con Doscientos años de narrativa mexicana (2010), participó con dos volúmenes sobre una de las mejores cosas que nuestro país ha hecho: su literatura.
Y ya que de independencia hablamos quiero celebrar el título de la obra porque rinde homenaje a un libro de Mariano Azuela, Cien años de novela en México (1947), que todavía languidece, en su primera edición de Botas, en las librerías de viejo de la calle de Donceles. Ese volumen es un ejemplo de crítica literaria porque es la voz de un hombre; no sólo expresa las opiniones de un lector, sino lo hace con pasión, con franqueza y atenido a la materia humana que los libros revelan. Ese añoso volumen tiene un epígrafe de Saint Beuve, líneas que son su santo y seña. Dice: “Amo los libros verdaderos, los que son lo menos posible libros y lo más posible hombres…”. Celebro el homenaje a Azuela porque el volumen mencionado no es consonante con la crítica literaria que hoy se hace, más ducha en teoría literaria que en literatura, apta sólo para especialistas. Ha perdido de vista al lector común y piensa sólo en sus pares.
Los ensayos de ambos volúmenes, qué duda cabe, fueron encomendados a especialistas. Unos escribieron sobre los autores que han trabajado durante muchos años, sobre sus narradores de batalla, por así decirlo. Otros entregaron textos sobre los artistas que trataron en sus tesis doctorales y eso garantiza la calidad de los textos. De aquí que extrañe un poco de riesgo en el catálogo de nombres de escritores (pienso particularmente en Francisco Tario, nuestro mayor representante de lo fantástico). Rafael Olea Franco, el editor del proyecto, advierte que, por diversas circunstancias, no pudo obtener los ensayos que darían presencia a figuras como Juan José Arreola, Fernando del Paso y otros más de su talla, hecho que deja abierta la puerta para futuras inclusiones complementarias.
Si repasamos el índice de los volúmenes, encontramos una herramienta didáctica para abordar el nacimiento de la novela en México, el romanticismo, el nacionalismo, la novela histórica, el costumbrismo, el realismo, el nacimiento del ralato fantástico, el modernismo, los contemporáneos, la novela de la Revolución, el estridentismo y la generación de la Casa del Lago. Pero da la impresión de que, después de José Emilio Pacheco, la narrativa mexicana se apagó hasta que los timbres de las cajas registradoras de los supermercados enloquecieron con los nombres de Cristina Rivera Garza y Jorge Volpi.
Yo sé que a muchos colegas la literatura de la onda no les hace la menor gracia, pero un proyecto como el que reunió a tantos investigadores calificados no puede dejar esa impresión, al menos por dos razones.
Primero, porque la literatura mexicana es una antes de la onda y otra después de ella. Esta modalidad narrativa y su modo de asumir la creación literaria tuvieron resonancias continentales que aún no se han estudiado, y prueba de ello es la figura del escritor colombiano Andrés Caicedo.
Sin la onda, no se explican Armando Ramírez, Emiliano Pérez Cruz o Enrique Serna.
En segundo lugar, quiero decir lo siguiente: alguna vez escuché a Hernán Lara Zavala referirse a él y sus compañeros como la generación sándwich. Confieso que no me gusta usar términos culinarios para hablar de literatura, pero es innegable que hay un grupo de escritores con una obra vasta, profunda y artística que no merecen seguir detrás de las mamparas publicitarias. Entre ellos puedo mencionar a Manuel Echeverría, Ignacio Solares, Jesús Gardea, Luis Arturo Ramos, Francisco Rebolledo, Severino Salazar y Alberto Ruy Sánchez. Estos escritores pueden ser agregados a futuras ediciones de este proyecto, porque Rafael Olea Franco lo ha asumido sin soberbia, como se enfrentan retos de estas dimensiones. Él escribió: “Tan dilatado ha sido el cumplimiento del género en los siglos xix y xx que esta limitada muestra crítica pretende ser sólo representativa, es decir, no anhela ni la más mínima exhaustividad”. Y más adelante agrega: “Estoy seguro de que algunos de los escritores analizados en estos volúmenes, o bien de los enfoques aplicados a los nombres aparentemente más conocidos, propiciarán cambios en el modo como percibimos el desarrollo (que no evolución) de la narrativa mexicana de los siglos xix y xx”.