Leonora Carrington
Humberto Guzmán
La locura era algo que rodeó a Leonora Carrington (Lancashire, Inglaterra, 1917 – Ciudad de México, 2011) y a su obra durante su larga vida. No sólo estuvo confinada una temporada en un psiquiátrico de Santander, después de que Max Ernst, el artista surrealista del que se enamoró a los diecisiete años, fuera capturado por las temidas ss nazis y llevado a un campo de concentración, sino aun por su concepción de la libertad en la vida y en su obra pictórica y escrita. A propósito de su cuadro titulado “Autorretrato en el albergue del caballo de Alba” (1937), se dice en El Universal, por la Internet, luego de anunciarse su muerte (el 25 de mayo pasado): “su estancia en un hospital psiquiátrico dejó una marca que influyó directamente en sus creaciones”. Dicho así, la locura parece lo más importante, y no lo es. Es Leonora Carrington la autora de su obra y no la locura. Simplemente, era fiel a sí misma, a su origen y al destino que eligió. Lo demás, son reduccionismos que devalúan cualquier cosa que intentan definir.
De la locura como tal no puede esperarse nada coherente. Como tampoco de los estados alterados por las drogas o cosa parecida. De ser así, sería muy fácil y barato lograr una obra ya no digo maestra sino tan sólo interesante. Sin embargo, no es infrecuente relacionar a los artistas y a su arte con la locura. En el caso de Carrington su obra no es un extravío, un desorden, no, al contrario, es un orden, una dirección y una forma de ver la realidad perfectamente aceptada.
En el cuadro “Los amantes”, aparecen estos protagonistas, rodeados de raros seres, entre animales y humanos, y paisajes fantásticos, fantasmagóricos, monjes de sectas provenientes de otros mundos y que pueden estar, como se ve, rodeando, amenazando o cuidando a los amantes, pero también pueden habitar en la interioridad de ellos mismos. Toda obra artística, sea de la condición que fuere, se sostiene por el equilibrio, la coherencia y la lógica. En las pinturas y en los cuentos de Carrington hay una lógica, la lógica que ella misma creó para sus obras precisamente. De lo contrario, cualquier dibujo, pintura o escrito de un enfermo mental sería una obra artística y no es así.
Relacionado con lo anterior, a Leonora Carrington se la ha catalogado como surrealista. Por su historia personal (amante de Ernst, amiga de André Bretón, principal promotor del surrealismo, y otros), y por la libertad y probable simbolismo, que entraña un agudo romanticismo, de sus pinturas, creemos que pertenece a esta corriente artística de las primeras décadas del siglo veinte. Tal vez eso sería otra simplificación, lo que no le gustaba a nuestra autora. Por eso, tengo mis dudas.
Si nos atenemos a la definición que André Bretón hace en su Manifiesto surrealista, publicado en 1924: “Automatismo psíquico puro por el cual se propone expresar, verbalmente o por escrito, o bien de otra manera, el funcionamiento real del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de cualquier preocupación estética o moral”, nos damos cuenta de que muchas obras literarias y pictóricas y musicales modernas obedecen en parte o totalmente a este planteamiento sin ser tomadas como surrealistas. Cito a Joyce, Beckett o Celine, para ejemplificar lo dicho.
Primero estalla la agitación Dadá, la de Zurich de 1916, que ya tiene gran parte de los postulados surrealistas, sólo que era más impersonal, efímera, violenta y definitiva, con la frase de “el arte ha muerto”. Bretón que conoció de primera mano este movimiento, inevitablemente intelectualizó, algo que parece contradictorio con la cita anterior, la vitalidad o visceralidad dadaísta, la ordenó y la clarificó para armar el surrealismo. Junto con los elementos que Bretón aprovechó, están el sueño, el inconsciente, con lo que se asocia con otra vanguardia de la época, el psicoanálisis, es decir, lo que antes se identificaba con el alma, lo que no se sabe, pero que es parte indisoluble del ser. No sólo existe lo que se ve, sino también lo que no se ve.
En este contexto las pinturas de Carrington, que parecen imágenes entresacadas del sueño, de la pesadilla, de los terrores nocturnos, del otro lado del espejo y de la soledad, la hacen encajar en esta tendencia bretoniana. Pero, surge la pregunta, ¿toda obra fantástica, como lo es la de Carrington, es surrealista o se trata tan sólo de otra definición de la realidad? Sería el caso de su amiga en México, también emigrada, la española Remedios Varo.
A Carrington debió haberle ayudado e influido mucho su cercanía con Max Ernst, que algunos han señalado como “el artista más representativo del surrealismo”. Carrington era pasional, su temprana separación familiar, su “amor loco” por Max, su clase de pintura, la elección del exótico México como país adoptivo, su demostración de la libertad individual, etcétera, la hace, más allá del surrealismo, que en ella parece algo tardío, una artista original: con su sello auténticamente personal, de la profundidad interior se abre al mundo exterior.
Remedios Varo me recuerda a Leonora Carrington, aunque la vida de la segunda parece más inclinada a la aventura y al valor existencial, a lo anecdótico y al arrebato, pero tal vez no sé muchas cosas de Varo. A la que no me recuerda es a esa artista, convertida ya en mito feminista sobre todo, Frida Kahlo. A pesar de que comparten el impulso del temperamento (la extranjería no, porque Carrington realmente emigró de Europa, al huir de la segunda guerra mundial y Kahlo, aunque hija de alemán —y mexicana—, nació en Coyoacán) y cierto sentido naif, ingenuo, del arte, la obra de Carrington es más diversificada y desarrollada en cuanto a su narración plástica, muestra mejor organizados sus argumentos, refleja un mundo interior más amplio, plegada a las tradiciones de las que proviene. Tampoco veo en los cuadros de Carrington la influencia de las culturas prehispánicas, aunque no dudo que le debieron de haber impresionado y mucho.
A Leonora Carrington la recordaré o la fantasearé como en su autorretrato, onírica, etérea, extraña y extrañada, con una mano larga y delgada a mitad de un movimiento, pálida, esbelta y el pelo oscuro y crispado, como una nube que anuncia tormenta, en una habitación vacía de muebles, silenciosa, apartada de todo, con un caballo mecedor blanco empotrado al fondo y otro desbocado, también blanco, por el bosque que se ve por la ventana, junto a una probable perra que parece una pequeña jirafa con pelambre de hiena, pero con ojos humanos. En una palabra, fantástica.