Centenario luctuoso del compositor (1860-1911)
Mario Saavedra
El verdadero reconocimiento de Gustav Mahler (Kaliste 1860-Viena 1911) vino hasta la celebración del centenario de su natalicio en 1960, cuando ya habían transcurrido poco menos de cincuenta años del fallecimiento de tan esencial y extraordinario compositor austriaco.
En vida todavía de quien fuera su compañera y musa, muerta si acaso un lustro después en Nueva York, la propia Alma alcanzó todavía a encabezar los más de los festejos en torno a tan mencionada efeméride de la música, y desde entonces se despertó una pasión mahleriana que no sólo se ha mantenido sino acrecentado.
En la mencionada década se exacerbó y difundió un auténtico culto por la obra de dicho músico, llegándosele a considerar incluso un símbolo de la segunda mitad del siglo XX, y tal proceso se aceleró cuando los eruditos de la vanguardia llegaron a la conclusión de que venía a ser, nada más y nada menos, el padre espiritual del “dodecafonismo”.
Uno de sus amigos más cercanos, el gran director Bruno Walter, había estado entre los iniciadores de tan justa como prolongada revaloración.
Fervor que se ha difundido prácticamente por todo el mundo, en México traté muy de cerca y quise por muchos años, hasta su muerte ya nonagenaria, a uno de los más devotos mahlerianos que participó en el citado centenario, la no menos culta cronista y crítica de música Edelmira Zúñiga, a quien en buena medida debo mi ingreso a esta especie de cofradía. Descendiente de esa primera generación, que entre los más jóvenes tenía al precozmente desaparecido gran director Eduardo Mata, Enrique Diemecke también manifestó, desde sus primeros tiempos como director concertador, un similar respeto por la obra de Mahler; en su larga y ya al final muy accidentada permanencia al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional, lo hecho con la música del citado compositor de Kaliste estuvo entre sus mayores aciertos, cuando programó una temporada en la que agotó, con todos juicio y magnificencia, casi todo el catálogo mahleriano, incluidos los más de sus ciclos de canciones y la portentosa Octava Sinfonía “De los mil”, de cara a un nuevo siglo y un nuevo milenio.
La obra de Gustav Mahler se ha redimensionado gracias también a la aportación de otros creadores que en distintos espacios del arte se han sumado a esta especie de devoción gracias a la cual la personalidad y la música del gran compositor y director de orquesta han tomado el peso específico que merecen. Muy bien supo por ejemplo Luchino Visconti, en su versión cinematográfica de La muerte en Venecia de Thomas Mann de 1971 (en su traslación, sólo Muerte en Venecia), sin duda entre los pocos acercamientos fílmicos a la altura de su fuente literaria de inspiración, sintetizar esa otra gran pasión del novelista y Premio Nobel de Literatura alemán que era la música (su mucho más elaborada y compleja Doktor Faustus da clara cuenta de ello), y muy en especial la de Mahler.
La conjunción Mann-Mahler, palabra y nota, ideada y concretizada por ese enorme director cinematográfico italiano, logró una de las más bellas películas de todos los tiempos, con el empleo reiterado de pasajes de las Sinfonías Tercera y Cuarta, pero sobre todo del célebre Adagietto de la Quinta. Es más, la versión de La muerte en Venecia de Visconti revela notables referencias autobiográficas en torno a la concepción de la novela, pues según cuenta la propia esposa (Katia) del escritor en sus Memorias, en la primavera de 1911 el matrimonio Mann viajó a Venecia y se hospedó precisamente en el Hotel des Baines del Lido, y los comunicados transmitían constantemente que el gran músico austriaco se estaba muriendo. ¡Qué duda cabe que la obra del trascendental compositor estaba entre las predilectas del novelista y fue un importante detonador ─desde luego que no el único─ para la escritura de La muerte en Venecia!
Otra película interesante, cargada de símbolos en torno a la vida y la obra del autor de La canción de la tierra, es Mahler, así nada más, del cineasta inglés Ken Russell, de 1974, donde aborda las mayores obsesiones del compositor, su condición judía y su nunca del todo consumada conversión, su búsqueda del origen y su marcado panteísmo, sus mayores crisis metafísicas y emocionales, sus ambivalentes apego y dependencia con respecto a Alma. Filme extraño, como buena parte de la obra de Russell, Mahler se mueve en derredor de la interrelación de elementos dispares, a manera de una corriente de consciencia en la que el hombre y el mito, la música y su significado, el tiempo, el lugar, el sueño y la realidad, flotan y se entremezclan en el cauce principal que da vida y sentido a la misma película como un todo ya autónomo.
No hace mucho escribí en este mismo espacio sobre La novia del viento, cinta a mi parecer irregular del galés Bruce Beresford donde el personaje principal es Alma y la personalidad y la música de Mahler juegan un papel meramente incidental. Y su inconsistencia, ya decía, no estriba en que la presencia de un músico de esta envergadura sea casi accidental (se centra en la mujer polémica que por algo ayudó a darle sentido a su vida y su arte, ella misma compositora que siempre se sintió subyugada por la obra portentosa de su marido), sino en que su reproducción y su comprensión de una época en especial entreverada se queda en muchos aspectos en lo anecdótico, en la superficie.
Por lo demás, en este centenario luctuoso de Gustav Mahler que se cumplió el pasado 18 de mayo, su siempre complejo y revelador universo musical será incluido en las programaciones de las más de las agrupaciones orquestales, cuando no será motivo para sumar a su ya abrumadora bibliografía o, por qué no, para concebir alguna otra contribución fílmica en su nombre.


