Héctor Anaya
Como su nombre lo indica, el albur es una aventura y como no sólo es del lenguaje, uno queda expuesto a todo si se para –y no es albur– junto a este Coronado señor del albur que es el buen amigo Sergio, que «como dice el dicho» es un buen pájaro de cuenta y cuenta y al lado del alado –y tampoco es albur, sino simple juego de palabras, sinécdoque aseguran quienes presumen de manejar muy bien la lengua, española, por supuesto–, alado porque es un hombre de pluma: Alberto Dallal.
Y es una grata aventura participar en la presentación de un libro más de nuestro querido y prolífico amigo Fernando Díez de Urdanivia, un hombre de teclas –y tampoco es albur, ya que toca lo mismo el teclado de la computadora que el del piano.
Pero como a travieso no me ganan, aquí estoy dispuesto a la aventura del lenguaje, pues desde pequeño –iba a decir chico, pero en estos menesteres hay que tener mucho cuidado con lo que se dice, pues se puede usar en contra nuestra–, desde pequeño mi abuela desalmada me previno contra los tropezones en la casa de la cultura, pues aquí el que no cae resbala.
Fíjense si no era alburera mi abuela, que cuando yo era niño –y ahórrense el uuuu, ulular de lobos, porque eso ocurrió en el siglo pasado y aquí somos mayoría los de la otra centuria– una vez que íbamos caminado por la calle, yo tendría cinco o seis años, al ver a un señor alto que acompañaba a una señora bajita, le dije a mi abuela: “¿No te parece que esa pareja está medio dispareja?” y me contestó con una picardía que para mí entonces resultó inextricable: “Con que los manteles coincidan en los centros, no importa que les sobre fleco”. Y yo que no entendía de metasememas le reclamé: “¿De qué manteles hablas? Te hablo de lo disparejo que están esos señores. No te entiendo”. “Ya me entenderás”, fue su lacónica respuesta y claro que después lo entendí y me acostumbré a sus sabias enseñanzas, albureras y picaronas: “No te cases ni arrejuntes con mujer de manos grandes –me aconsejó, por ejemplo– porque todo les parece pequeño”.
Así que amparado en el espíritu chocarrero de mi abuela, que por aquí ha de andar, muerta –una vez más, pero ahora de risa-. Fernando se pregunta y nos pregunta, ¿de dónde viene el albur y acostumbrado a la erudición nos da una respuesta racionalizada y muy bien documentada, que acude a muchas autoridades en materia lingüística –y no hay albur en esto, ¿eh?, se los juro–, pero en términos coloquiales yo le puedo decir que viene de la entraña, del genio del idioma, de las ganas de jugar con el lenguaje.
Y no es que uno presuma de mucha verba, pero con método algo ha aprendido del arte de jugar solitariamente con las palabras, aunque se disfruta más en compañía.
Porque en el barrio, si uno quiere ser picudo, en tierra de machos, si no contestas en tiempo y forma un albur, quedas exhibido como un inca-paz, que en el Metro se sube por la puerta de atrás en Pino Suárez y se baja para ir al Anillo Periférico en Sarto del Agua.
Como todo juego de humor, el albur requiere de una víctima y siempre la más propicia es, como en toda cacería, la más débil, la más frágil, la que menor resistencia puede oponer, por falta de pericia o de malicia o por ignorar que toda respuesta a un albur que exceda de un segundo, ya es rencor. Aunque se corre el riesgo de que el rencor disminuya hasta volverse nada, como ya preveía en un poemínimo Efraín Huerta, que por cierto no consignó Fernando al referirse a la picardía del poeta Cocodrilo:
Con el tiempo me he vuelto
menos rencoroso.
Antes me vengaba de todo.
ahora ya ni me vengo.
Y no culpo a Fernando de no haberlo incluido, pues no lo encontré en su libro de poemínimos, así que ya no sé si alguna vez lo publicó o sólo me lo contó. ¡Porque cómo era pícaro Efraín!. Algún día se nos ocurrió entre todos sus cuates que íbamos a crear la Sociedad Pornocrática Mexicana, de la cual Efraín iba a ser el Secretario Genitoral; Aura se responsabilizaría de los Anales y yo modestamente sería el Vocal Ejecutivo de uno y otro Clitoral. Creo que Bracho tendría a su cuidado los exámenes orales de admisión y Arturo González Cossío haría las introducciones del caso.
El albur no es venganza, es ingenio inmediato, aunque no siempre original, ya que hay muchas frases hechas y respuestas manidas, que integran el prontuario del albur, presentado con desenfado por nuestro amigo Fernando que se considera novicio en el juego y hasta pide cautela en el uso del lenguaje de doble sentido.
Fernando navega con bandera de estudioso del albur y no quiere que lo confundan con un practicante del doble sentido, aunque a lo largo del libro va agarrando confianza y suelta algunos de grueso calibre que le dan una buena calificación en los juegos verbales y en la clasificación epistemológica, aunque es apreciable que se le colaron algunos –y no es albur–. Habla de pájaros y aves, pero no recupera el conocido juego de los pájaros que se orinan en las milpas o en los cadalsos, por ejemplo, o sea el pájaro que mea máis y el que mea horcas. En mi novela El sentido del amor, hay un capítulo llamado “De volada” en el que una pareja heterosexual intercambia albures, aunque con un propósito distinto, pues la mujer no trata de evitar ser la receptiva, la penetrada y a él le complace ser el introductor.
El personaje masculino pregunta: “Cuál es el pájaro que se orina en un volcán en erupción” y cuando ella no atina, le aclara: “El pájaro que mea lavas”. Y ella entusiasta lo acepta: “Te lo alabo y te lo lavo si quieres, Miamor” y le replica: “¿Y cómo se llama el pájaro que se orina en el asiento de un estadio de fut?” Y ante su falta de respuesta, confiesa: “Pues el pájaro que mea grada”.
En su erudito recorrido por la historia y la cultura, Fernando va enlistando las diferentes maneras en que salta el albur cuando menos lo espera uno. Por ejemplo presenta los nombres reales que se prestan para alburear a quien los porta y los nombres inventados, creados para atrapar a los inocentes en estos menesteres, pero le faltan también los oficios y profesiones.
Recuerdo que nuestro gran poeta Jaime Sabines, se enorgullecía de que él había preferido trabajar en tareas ajenas a la literatura, no como muchos que hemos ejercido el periodismo, la docencia, la divulgación cultural y hasta la publicidad. Él fue comerciante en telas, para no contaminar su poesía de lenguajes paralelos. Le dije que por el contrario, había elegido un oficio magnífico, propicio para el juego de palabras. Y ante su sorpresa le enlisté algunas de esas posibilidades: tócotelas, mídotelas, envuélvotelas; festejó la picardía, pero no la prosiguió: su compromiso con la palabra era de otro orden.
Y es que en el México malicioso todo es albur, si bien se fija uno. Cuando una desconocida secretaria contesta innumerables llamadas telefónicas y en el agobio nos dice “me permite un segundo”, uno puede «con todo respeto» preguntarle por desmemoriado “¿pues cuándo fue el primero?” o aclararle «con buenos modales» que un segundo no se solicita, sino que se merece.
Tal vez porque vivir en un país en el que “todo México es… albur”, se está perdiendo una esencia del idioma nacional y en vez de la tradicional despedida en la que se decía “que la pase usted muy bien”, ahora se acostumbra la gringada del “que tenga un bonito día”, traducción instantánea del “have a nice day”, que repiten hasta el hartazgo quienes no tienen idea del inglés, pero usan su sintaxis.
Y es que el genio del idioma castellano hacía posible la expresión alburera, ya que tras la machista cortesía del «que la pase usted muy bien» se añadía para sus adentros o para sus afueras si estaba entre cuates y la codiciada ya se había marchado: “y si la pasas, acuérdate de los cuates”.
En la vida diaria no era la única ocasión de aventurar el albur. En vez de la adaptación mexicana a la expresión sajona «How are you? », ¿cómo estás?, se decía apresuradamente, para que la intención quedara enmascarada: “Camote ha ido”, que exigía la respuesta instantánea: “Fui a un entierro de carnaval”, lo cual a los demás podría parecerles una conversación surrealista o absurda, pero que entre albureros se sabía que era una respuesta digna y bien aplicada.
El albur, con todo lo que tenga de azaroso e imponderable, fue durante años privilegio masculino, del que gozaba quien tuviera más verba y la supiera meter en la conversación iniciática de los albureros. Las mujeres, por lo general, pretendían no darse por enteradas, no las fueran a coger en falta o en despoblado.
Pero no son pocas las mujeres que sí saben alburear y hasta le ponen música a sus juegos de palabras. Armando y Yolanda, que cantan con el grupo Los tigres de la costa, hacen un pícaro juego de palabras, con el pretexto de un radio y con música del jarabe loco. Los cantantes son marido y mujer, pero no por eso dejan de echarse albures en sus sones y muestran que el intercambio pícaro cancela la idea generalizada de que los albures son homosexuales, pues esta pareja heterosexual, le pone música a su vida, en estas décimas del son jarocho:
Dice Armando en una parte:
Si no lo sabes te enseño
que no se usa, sin embargo,
un destornillador largo
para un tornillo pequeño.
Yo trabajo con empeño
y decírtelo me apena
creo que tu radio no suena
porque pasó a ser cacharro
y además por tanto sarro
ya no le entra bien la antena.
Y le responde Yolanda:
Tu orgullo me causa pena
y perdona si lo irradio.
Lo que pasa es que mi radio
necesita más antena.
Cuando las bocinas suenan,
cualquier esfuerzo es en vano,
pero ya vamos al grano
tu antena es flexible y fría,
tengo que pasarme el día
alzándola con la mano.
Ahora bien, aunque parecería propio de los hombres, no todos los varones son aptos para el albur: o les falta malicia o les sobra ingenuidad. Recuerdo a un amigo arquitecto a quien rebauticé por sus gustos gastronómicos como «El Rey de los aguacates, el Beato Carlos» y nunca entendió que lo estaba albureando, hasta que varios meses después le descubrí el juego de palabras.
A mi amigo José Luis Cuevas lo hice víctima de albures y no se percató de ellos. Él gustaba de llamar a sus presuntas amantes sus «chiquiticas», así que cuando nos reuníamos a comer con otros amigos y se levantaba para ir al baño, le preguntaba: “¿Vas a ver a tu chiquitica?” y con inocencia respondía. “No, nada más voy al baño y regreso”
Esas personas, negadas para el albur, debían haberse acogido al consejo legendario que la mamá del torero Eloy Cavazos le daba para salvaguardarlo de todo mal: “Cuídate Eloyito, no te vaya a coger el toro”. Habrá que suponer que atendió el consejo, puesto que el matador vive, aparentemente sano e impoluto de salva sea la parte.
El libro de Fernando está lleno de sorpresas y de hallazgos. Recuerda, por ejemplo, que unos versos de La cucaracha (que ahora ya se volvió políticamente incorrecta, por aquello de que le falta mariguana para caminar) están cargados de picardía y por eso tal vez no se cantan. Pero el famoso Jarabe tapatío que hoy es sólo instrumental, también tuvo letra y se la quitaron los censores virreinales, precisamente por alburera.
Decían unas de sus coplas:
–Ya se lo vide, doña Soledad,
ya se lo vide y ora me lo da
–No ha visto nada, embustero,
no ha visto nada haragán.
Y si lo ha visto ¿qué señas me da?
Las señas que da el mirón, son inequívocas y describen esa parte de la mujer.
Casi al final de su libro, Fernando escribe ya sin tapujos de todo lo que en este México alburero se presta a jugar con las palabras. Habla de la leche y sus connotaciones sexuales, lo que me hizo recordar un intento de alburearme en público, de Armando Jiménez, el de Picardía mexicana, que teóricamente sabía de los albures pero no los practicaba. Un día, en el curso de una conferencia me planteó: “Si estuviera ahogándome en un mar de leche, me sacarías”. Y le respondí comedidamente: “Sólo que estuviera caliente” y con ingenuidad auténtica quiso indagar “porqué” y le respondí: “Porque caliente quema más”.
Fernando es más sagaz, desde luego, y en su repasada de temas albureros, recuerda los que se refieren a los testículos, tenates o huevos y dado que no registra los alburemas de don Elías Nandino, voy a compartirles el que me contó este poeta en el curso de una entrevista televisiva:
A caminar de prisa ya no me atrevo.
Porque ahora me pasa lo que a las gallinas,
que cada pisada… les cuesta un huevo.
Fernando Díez de Urdanivia se pregunta a punto de terminar su libro, muy cerca del colofón, si habrá servido de algo su esfuerzo, si su prolija investigación habrá ayudado a que “la terminología alburera tenga el sitio cultural que merece dentro de nuestra habla”.
Y en ese sentido puede estar tranquilo, no ha arado en el mar y sí logra su propósito; y en el otro debe sentirse satisfecho, porque quien se presenta al principio como ajeno al tema, termina moviéndose a gusto en las aguas procelosas del juego de palabras. Y nos alburea, sin dejarnos oportunidad de contestarle, así que después de tantas –como dirían los árabes – váginas, harbano, que leímos, sólo nos queda decirle, de la manera más elemental: «presta para la orquesta».
Presentación del libro Su majestad el albur
de Fernando Díez de Urdanivia.
Casa del libro. UNAM. 9 de junio de 2011