Pero la noche quedó atrás

Cierta noche soñé que los mexicanos estábamos muy orgullosos de nuestro pasado, así como de nuestro presente y de nuestro futuro.

De esa suerte empezaron a despuntar nuestros orgullos nacionales. Desde luego, el sistema de seguridad pública. Se había desterrado la corrupción en los cuerpos policiales. Se había remitido la ineficiencia de los órganos de investigación. Se habían agilizado los procedimientos ministeriales y judiciales. Los protectores de los derechos humanos ya no existían por innecesarios. La impunidad había bajado del 98 al 1 por ciento, porque casi todos de los pocos delitos cometidos se castigaban. Las prisiones convertían a los escasos presos en hombres de bien.

Con ello, las calles se volvieron seguras. El narcotráfico tomó otras rutas. Los únicos delitos cometidos eran imprudenciales o menores. Algunos choques, algunas negligencias o algunas estafas por incumplimiento de proveedores.

Otra maravilla era el sistema de administración de las grandes demarcaciones federales. En las macrourbes, principalmente la capitalina, ya no había bloqueos ni manifestaciones. El ambulantaje se alojaba en plazas comerciales. La pavimentación y la limpieza eran la nota de las calles. Los alcaldes de Nueva York y París venían para aprender algo de los nuestros. Esta era otra de nuestras maravillas.

Una tercera maravilla aparecida en mi sueño era la institución de fallos electorales. Un portento de oportunidad, legalidad e imparcialidad. Tan respetado que muchos mexicanos solicitaban que se le pudiera utilizar para dirimir toda controversia. Para que, a su neutralidad, recurrieran hasta los herederos en pleito. Para que, con base en su honestidad, se le pudiera designar como albacea en los testamentos. Hubo quienes pensaron que, por su enorme prestigio, hasta merecía ser el árbitro en las controversias internacionales.

Así fueron apareciendo muchas maravillas mexicanas. Los bancos, con suficiente capital y voluntad para prestar dinero a manos llenas y a réditos decentes. Las instituciones de salud pública con tecnología, medicamentos, equipamiento y ganas de atender bien. El sistema de energía, el de educación, el de producción agropecuaria, el de investigación tecnológica, el de creación de empleos, el de construcción de vivienda y muchos otros más hasta completar una lista de 300 finalistas que habían obtenido sus certificados de calidad rebasando, con mucho, todos los requerimientos de las normas ISO 9000.

Que tremenda dificultad el tratar de reducir ese caudal de excelencia a tan solo siete emblemas representativos.

Ya casi para terminar mi sueño, cambió el escenario. Apareció la más común de las profecías. Que nosotros ya no existíamos y sólo habían sobrevivido nuestros vestigios, lo único por lo que podrían conocernos. Ya no estaban ni los que se la viven quejándose ni los que se la pasan disculpándose. Sin nosotros, los nuevos tendrían que clasificar nuestras maravillas.

Así listaron las 7 maravillas mexicanas. El coloso de Santa Ursula donde, decían, jugaba la mejor selección del mundo. El domo de la Bolsa de Valores, símbolo de nuestra prosperidad económica. La Plaza Carso, emblema de la honestidad y eficiencia de nuestras telefónicas. El aeropuerto Benito Juárez, que operaba vuelos hasta inundado. El Segundo Piso del Periférico, salvamento vial de la ciudad. Los sets de las televisoras, faro cultural de una era. Y, para terminar, Los Jardines Colgantes de Los Pinos, símbolo de un Estado que logró alcanzar la felicidad de su pueblo a base de entronizar la libertad, la democracia, la justicia, la paz, la soberanía, el desarrollo y la esperanza.

Con todo ello dirían, allá en el siglo XXX, que los mexicanos fuimos una cultura muy avanzada y una sociedad casi perfecta.

Cuando aún no amanecía sonó mi despertador. Durante el camino fui haciendo anotaciones para no perder memoria de mi sueño. Me reí conmigo mismo. La única realidad estaba allí. La noche quedó atrás.

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