Susana Hernández Espíndola

¿Alguna vez el lector se ha preguntado qué pasaría en México si, por ejemplo, el presidente Felipe Calderón muriera súbitamente el día de hoy?

Sin andarse mucho por las ramas, los astutos cibernautas de Yahoo! Preguntas-Respuestas proponen una fórmula simple y práctica, basada, dicen ellos, en el principio de sustentabilidad: “Si el presidente Calderón muere, las instituciones entrarían en acción, se nombraría un interino y se convocarían a elecciones, pero todo seguiría con normalidad”.

Más intrincada es la forma en que el profesor Alfredo Acle Tomasini, coordinador de la Unidad de Estudios Aplicados del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE) aborda el tema en su thriller político: La inoportuna muerte del Presidente (Grijalbo), novela en la que no sólo se resalta la obsolescencia del entramado constitucional mexicano para solventar ese eventual problema, sino los miedos, obsesiones y ambiciones desmedidas, visibles y ocultas, que ese supuesto despertaría, aunque al final, allí, se imponga la sagacidad de un inteligente secretario particular.

La enfermedad y, a veces, hasta la muerte de un mandatario es una situación que, tradicionalmente, es guardada como un secreto de Estado. Sin embargo, es difícil dejar de preguntarse: ¿En quién recaerá la toma de decisiones que involucra a toda una nación? ¿Cuáles son los peligros inminentes de mantener oculta la verdadera gravedad de la enfermedad? ¿Quién sería la persona idónea para llenar el vació que deja —aunque sea temporalmente— el líder enfermo? ¿Un proceso “revolucionario”, “democrático”, que pretende perdurar en el tiempo, puede limitarse a la existencia de un solo adalid? ¿Habría una continuidad en el proyecto de Estado? ¿El síndrome de Hybris o “embriaguez del poder” —que conlleva una persistencia en el error e incapacidad para cambiar—, también podría considerarse suficiente para declarar incapacitado a un jefe de Gobierno?

En el caso, por ejemplo, de España, se estima que la enfermedad y muerte del dictador fascista, Francisco Franco Bahamonde, entre el 12 de octubre y el 20 de noviembre de 1975, que incluyó una horrible agonía, la que, incluso, sus más críticos lamentaron, no sólo marcó el comienzo de la transición política de esa nación, sino que evitó una guerra con Marruecos, la cual, seguramente habría ganado la antigua Iberia aún con el “generalísimo indispuesto, retrasando la transformación y empoderando no al entonces príncipe Juan Carlos, sino a alguien que mantuviera vivo el espíritu franquista.

Y es que la pregunta planteada al inicio de este reportaje viene a la mente dada la incertidumbre local e internacional que ha despertado el actual estado de salud del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, quien, no obstante que está desde el lunes 4 de julio de vuelta en su país, pasó un mes fuera, primero de gira de trabajo en Brasil, Ecuador y Cuba, y posteriormente internado de emergencia en un hospital de La Habana, en donde fue sometido a dos operaciones de emergencia y se le detectó cáncer.

A pesar de que Chávez insiste en que está listo ya para reanudar su mandato, el cual, supuestamente ni siquiera ha interrumpido, hay quienes dudan seriamente que con tamaño desafío (el cáncer), el mandatario pueda continuar al frente del gobierno venezolano. De manera que resulta inevitable preguntarse qué pasaría si no pudiera continuar con su labor.

 

La experiencia histórica

En su libro En el poder y en la enfermedad (editorial Siruela), el neurólogo y ex político británico David Owen analiza —con información de primera mano— el estado de salud y el papel político de 32 jefes de gobierno, como: Theodore Roosevelt, Vladimir Ilich Lenin, John F. Kennedy, François Mitterrand, Winston Churchill, Neville Chamberlain, el Sha de Irán, George Bush, Anthony Blair, Ariel Sharon y Néstor Kirchner, entre otros, y concluye que el ocultamiento de las enfermedades de los líderes políticos acaba incidiendo en sus tareas de Estado, amén de que han sido numerosas las decisiones políticas tomadas de forma errónea por dirigentes públicos enfermos.

Al mismo tiempo, Owen sostiene que “el poder intoxica tanto, que termina afectando al juicio de los dirigentes”.

¿Acaso es alguna de estas propuestas lo que alienta en este momento a Chávez?

Sus estudios de medicina en la Universidad de Cambridge y su desempeño en el Parlamento británico —durante 26 años fue miembro de la Cámara de los Comunes—, así como su labor en las primeras filas de la política interna y externa (fue también ministro de Asuntos Exteriores) avalan la inédita —y no menos interesante— investigación de Owen.

Rector de la Universidad de Liverpool entre 1996 y 2009, y concentrado en los últimos siete años en la medicina y en la investigación del cerebro humano, Owen relata en su libro cómo a lo largo del siglo XX y principios del XXI los dirigentes mermados por enfermedades se equivocaron, y aborda igual el envejecimiento de los poderosos y las pérdidas cognitivas vinculadas a su edad.

Respecto al síndrome de hybris (soberbia, desmesura, en griego), un padecimiento de “intoxicación de poder” que sufren muchos de los responsables de la actual crisis mundial —como, según él, lo ejemplifican Margaret Thatcher y Tony Blair—, Owen abre un  debate al categorizarlo como una enfermedad, dado que “tendría una vinculación con el trastorno narcisista de la personalidad”.

Si a los griegos el hybris en los líderes les provocaba desprecio, porque veían en ellos el peligro, ya que se aislaban y creían saberlo todo, “nosotros —afirma Owen— hemos olvidado esos peligros y les hemos creído a los manipuladores de la imagen y a los publicistas de la política, cuando nos dicen que hay muchas ventajas en ‘un líder que lidere’, hasta el punto de que es casi un crimen escuchar a tu gente, y es una vergüenza hacer encuestas e intentar representar las opiniones de tus electores. A mí me parece que no hay nada de malo en eso, porque es democracia. Y si hace que se tomen decisiones más despacio, pues puede que sean mejores decisiones”.

De acuerdo a las tesis de Owen, el líder todopoderoso, el que lo sabe todo, el que no se rebaja a consultar con nadie ni a informarse, es el que comete muchos errores. Por ello es importante el equilibrio y la existencia de líderes que tomen riesgos.

Según Owen, estos fueron algunos rasgos determinados por las enfermedades de algunos famosos dirigentes.

Theodore Roosevelt: Su asma y diarrea crónicas, así como sus constantes depresiones, no le impidieron convertirse en el 26 presidente de los Estados Unidos (1901-1929). Su poliomielitis infantil determinó su personalidad de adulto. A su política interior la destacó su aversión por los monopolios y el gran capitalismo, pero la exterior fue expansiva, basada en la doctrina del big-stick (“gran garrote”), que marcó el inicio del imperialismo norteamericano.

El Sha de Irán (Persia): De haberse sabido que Mohamed Reza Pahlevi padecía de cáncer en la sangre, tanto Estados Unidos como el Reino Unido lo hubieran expulsado, lo que probablemente habría evitado la guerra de ocho años entre Irak e Irán. Su Majestad Imperial, monarca de Irán de 1941 a 1979, suprimió los partidos políticos y emprendió la modernización (expropiación de latifundios, sufragio femenino, tendencia al laicismo), pero su política económica favoreció el desmesurado enriquecimiento de la clase ligada al poder y el empobrecimiento del resto de la población. En 1953, ante las protestas sociales se exilió en Roma, pero regresó a gobernar de nuevo a Irán con ayuda de la CIA.

John F. Kennedy: De niño fue debilucho, tímido e introvertido, pero, en 1961 se convirtió en el primer presidente católico de los Estados Unidos. Durante su mandato ocurrieron la invasión a Bahía de Cochinos, la Crisis de los Misiles con Cuba, la construcción del Muro de Berlín, el arranque de la carrera espacial, la consolidación del Movimiento por los Derechos Civiles y las primeras escaramuzas de la Guerra de Vietnam. Fue asesinado en 1963, sin que hasta el momento se conozca toda la verdad sobre el crimen. De adulto padeció de intensos dolores de espalda, a raíz de una lesión juvenil. Desde la infancia tuvo el mal de Adison, que siempre mantuvo en secreto. Por su tratamiento, se hizo adicto a los esteroides y la procaína, que combinaba con testosterona y anfetaminas. De ahí su adicción al sexo y sus malas condiciones para tomar decisiones políticas.

François Mitterrand: Presidente de Francia en 1981, 1988 y 1993, erradicó la pena de muerte, se enfrentó a los empresarios para nacionalizar la industria y nacionalizó la banca. Fue hombre de muchos secretos, entre ellos, el de que tenía un tumor aun antes de llegar al poder. Tras su muerte, en 1996, su doctor, Claude Gubler, confesó que había sido obligado a mentir sobre su salud y que, desde 1992, Mitterrand ya no estaba en condiciones de gobernar.

Ronald Reagan: Su capacidad para la comunicación —relacionada con su experiencia de actor—, le permitió ser presidente de Estados Unidos, de 1981 a 1989. Impulsó una política económica neoliberal a ultranza, acompañada de un rearme militar y una política exterior muy agresiva. Relanzó una cruzada contra el comunismo, en especial en Centroamérica. Falleció en el 2004, a los 93 años de edad. No obstante, comenzó a sufrir del mal de Alzheimer desde el comienzo de su mandato.

Anthony Blair: Primer ministro del Reino Unido de 1997a 2007, desde antes de asumir ya padecía de una arritmia cardiaca. Necesitaba de tratamientos y observación, pero nunca se comprobó si se sujetó a ese régimen. Fingió siempre que no sufría de nada serio, pero, cuando lo reveló la prensa, los británicos le perdieron la confianza y le hicieron dimitir. A los 41 años se convirtió en el líder más joven del Partido Laborista. Su política la definieron tres líneas principales: reforma constitucional, educación y salud y acercamiento a Europa. Desarrolló y pugnó por la llamada Tercera Vía (intervención estatal en la economía), enfatizando su preferencia por la democracia como sistema de gobierno.

Dwight D. Eisenhower: Presidente de Estados Unidos de 1953 a 1961, desde que era cadete mantuvo en secreto que padecía de hipertensión. Sin embargo, cuando asumió el poder tuvo un ataque al corazón y habló con toda franqueza de sus enfermedades: “La gente no quiere a un inválido en la Casa Blanca”, dijo. Permitió que le publicaran fotos en una silla de ruedas, con un bordado en el pijama en el que se leía: “Mejor, gracias”, como mensaje a la gente que le había escrito. Luego de una operación, fue aceptado políticamente como un buen gobernante. En la época de la Guerra Fría, Eisenhower compensó la reducción del presupuesto militar con un paulatino desarrollo del armamento nuclear. Fue moderadamente conservador, detuvo el crecimiento del sector público y del Estado de bienestar, y continuó las grandes reformas sociales iniciadas por Roosevelt.

Ariel Sharon:  El obeso primer ministro israelita fue víctima de una grave dolencia cardiaca en los años de su mandato.

 

Caso Chávez

Como paciente, por el secretismo que acompañó a la primera fase de su enfermedad, sus detractores consideran ahora a Hugo Chávez como un defectuoso discípulo de Fidel Castro (quien, estando enfermo, hizo lo mismo. hasta que delegó el poder en su hermano Raúl) y piensan que si muere en funciones Venezuela terminará, carente de conducción, en una guerra civil.

Cuando informó sobre su estado de salud, Chávez se culpó por los excesos a los que se sometió y por la falta de cuidado, lo que encuadra en las teorías de Owen, en el sentido de que los líderes suelen disimular sus males ante sus colaboradores y, sobre todo, ante sí mismos.

El periodista venezolano Sergio Dahbar traza así el retrato de Chávez: “Es un maníaco. No puede dejar de trabajar. Es incapaz de delegar. Desconfía de todos y se rodea de familiares para gobernar. No puede encontrar un límite, de allí su mesianismo… La adversidad lo subleva. En una oportunidad apareció con los nudillos vendados porque había trompeado los muebles por la furia que le produjo no haber ganado una elección por el margen que él soñaba”.

Si el Papa Juan Pablo II, por ejemplo, en vez de ocultar su Parkinson, lo mostraba, en una especie de catequesis sobre la relación del hombre con el sufrimiento, Chávez lo ocultó durante un mes, aduciendo: “Me mantengo al mando”, sin hablar, con franqueza, qué tan grave y avanzado está su cáncer.

En teoría, la oposición elegirá en febrero próximo a su candidato para enfrentar a Chávez en las elecciones presidenciales del 2 de diciembre de 2012. No obstante, las apuestas por el posible sucesor ya se han abierto y ya hay varios “presidenciables”, aunque en principio existe un protocolo para el cambio de mando.

La constitución venezolana establece, para la ausencia del presidente, una solución para dos casos: la “falta absoluta” y la “falta temporal” de mandatario.

La falta temporal –hasta por 90 días, ampliables por otros 90– llevaría al poder en ese lapso al vicepresidente Elías Jaua.

La falta absoluta del presidente, que puede ser por fallecimiento, abandono del cargo o incapacidad médica permanente, desembocaría en elecciones, excepto si ocurre en los dos últimos años del periodo presidencial. En este último caso, también Jaua completaría el mandato hasta las elecciones del 2012.

La clave en ambos casos está en que, para ser declaradas las ausencias absoluta o temporal, se requiere el visto bueno de la Asamblea Nacional, controlada por el oficialismo, y donde sería improbable una resolución contraria a la voluntad de Chávez.

Otro dato importante es que en Venezuela al vicepresidente lo elige el propio jefe de Estado, y, por ende, Chávez podría cambiarlo antes de que se proceda a un eventual proceso de sucesión.

La dilatada ausencia de Chávez ha expuesto la falta de estructura y de nombres de peso en su fuerza política. Sin embargo, las figuras más cercanas a Chávez, que podrían actuar en caso de emergencia, son:

Elías Jaua: Sociólogo y ex profesor universitario, asumió como vicepresidente en enero de 2010. Participó en la creación del partido que llevó a Chávez al poder y fue uno de los redactores de la nueva Constitución que inició la Revolución Bolivariana.

Nicolás Maduro: Es ministro del Exterior. Ex sindicalista, presidió la Asamblea Nacional y fue el encargado de leer el comunicado que informó que Chávez había sido operado de urgencia en Cuba. Con 48 años de edad, tanto él como su esposa, la legisladora Cilia Flores, ejercen una influencia muy grande en el régimen de Chávez.

Cilia Flores: Fue la primera presidenta de la Asamblea (2006-2011) y en la actualidad  conduce la bancada del gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Abogada de 58 años de edad, lideró el equipo jurídico que logró, en 1994, la liberación de Chávez, quien estaba en prisión por un intento de golpe de Estado, dos años antes, contra Carlos Andrés Pérez.

Rafael Ramírez: Ministro de Energía y Petróleo y titular de la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA), es uno de los hombres con más antigüedad dentro del gabinete de Chávez. En el exterior se le considera como el segundo del gobierno. Ingeniero, de 48 años, fue alumno de Adán Chávez, el hermano mayor del presidente, en la Universidad de Los Andes.

Adán Chávez: Hermano mayor del mandatario y su mentor político, es físico de profesión y considerado como el duro del chavismo. Muchos creen que él es una opción segura para sustituir a Chávez en cualquier caso. El problema es que el artículo 238 de la Constitución dispone que el vicepresidente “no podrá tener ningún parentesco de consanguinidad” con el presidente. Así que Adán no podría aspirar a la sucesión mientras su hermano siga en el poder. Su única opción sería ganar las elecciones de 2012.

Diosdado Cabello: Tras la breve salida forzada de Chávez del poder, en 2002, asumió la presidencia y envió a un grupo de elite de la Armada a rescatar al mandatario desde una base naval en una isla del Caribe. Participó con Chávez en el intento de golpe contra Carlos Andrés Pérez y ha ocupado diversos ministerios. Actualmente es diputado en la Asamblea por el gobernante PSUV.

María Gabriela Chávez: Es la hija del presidente y cumple funciones de Primera Dama. El propio Chávez ha dicho que le gustaría dejar el poder en manos de una mujer.