Murió, muy anciano, el último de la dinastía
Guillermo García Oropeza
En el centro de Guadalajara hay una hermosa iglesia barroca, la de Santa Mónica, la que encima de una de sus puertas luce un extraño símbolo esculpido: un águila bicéfala, símbolo que me recuerda, cada vez que la veo, que esta ciudad, que este país, fue alguna vez territorio del imperio más grande de su mundo, el de los Habsburgo.
Los mexicanos tendemos a olvidar las curiosidades de nuestra fantástica historia y entre tantas más ese pasado dominio de los Habsburgo, esa dinastía que los españoles bautizaron como los Austrias y que gobernó a México casi por doscientos años.
Y todo esto me viene a cuento porque hace unos días murió, muy anciano ya, el último heredero de la otrora poderosa dinastía: Otto de Habsburgo. Esto merece aunque sea un pie de página en la diaria crónica de este país desmemoriado para acordarnos no sólo de los dos siglos coloniales bajo el gobierno de don Carlos y los Felipes, hasta el advenimiento del pobre rey embrujado, cuya esterilidad y muerte acabó en España con la dinastía, pero también para recordar que en pleno siglo XIX la eterna reacción mexicana nos trajo de emperador a otro Habsburgo, el malhadado Maximiliano. Un archiduque maldito como tantos Habsburgo que cambió la belleza de Viena y la serenidad de Miramar por un piquete de fusilamiento en Querétaro.
Fantástica, prodigiosa y finalmente trágica la biografía de los Habsburgo desde un lejanísimo 1273, cuando los príncipes electores, para acabar una cruenta crisis causada por la ausencia de un emperador, eligieron a un noble provincial llamado Rodolfo de Habsburgo, un hombre agradable y mediocre al que los electores pensaban controlar sin saber que con ello iniciaban la vida de una dinastía que por poco se adueña del mundo conocido.
Una familia que inventó como su divisa las cinco vocales AEIOU que significaban Austriae Est Imperare Orbi Universo y que para lograrlo no sólo se basaban en las armas sino sobre todo en el amor.
Es decir, en la búsqueda de matrimonios convenientes, como el de aquel emperador Maximiliano que casó con la bella heredera María, de la riquísima Borgoña, y que engendrarían a un Felipe conocido como el Hermoso del que se enamoraría literalmente hasta la locura Juana, la hija de los Reyes Católicos y que sería la madre trágica de don Carlos, emperador de Occidente y que estuvo a punto de serlo del Orbi Universo.
Ese buen rey, don Carlos nacido en Flandes y que pensaba en francés, retratado magníficamente por el Tiziano y al cual Cortés, un hidalguillo extremeño, le regalaría más tierras de las que había heredado don Carlos de sus ancestros.
La historia de los Habsburgo es una verdadera novela-río con maravillosos personajes como María Teresa y María Antonieta, José el emperador, músico de los tiempos de Mozart, y el eterno Francisco José , con su Sissi emperatriz y su trágico hijo Rodolfo, el de Mayerling, Francisco José que ve morir su imperio bajo los cañonazos de la Primera Guerra Mundial.
Ese imperio que es la mitad de la vida de Europa. Ese imperio del que alguna vez fue parte la Suave Patria. Que descanse en paz Otto de Habsburgo, cuyo reino es sólo una tumba.


