Luis Terán
García Ocejo se empeña en subrayar lo que ha declarado desde hace décadas: que él pinta sólo por pintar, que nadie puede ver algo más de lo que está en el cuadro; que en su obra no hay ningún contenido social.
La primera en desmentir tal afirmación es Beatriz Espejo que en su presentación de la exposición de García Ocejo en el museo José Luis Cuevas, lee un texto que semeja una acuarela de vivos colores proustianos. Sentada a su lado, la socialité Raquel Besudo ensaya en un juego de ilusiones, una perfecta corporización de la noble Guermantes, diosa excelsa de Marcel Proust. El mundo de García Ocejo está en el lado del tiempo recuperado de Proust: cuando los sobrevivientes vuelven a encontrarse y lucen un esplendor añejado por la pátina de los años y los días. La mayoría de los asistentes al vernissage de García Ocejo, damas y caballeros que han sido sus contemporáneos, adoptan poses que manifiestan una total entrega a su mundo de disfraces y de mascaradas.
El tiempo recuperado exhibe una carnavalesca colección de Barones de Charlus, todas parodias de sí mismos. José Luis Cuevas, nombre y hombre del museo donde se presenta la exposición, voltea a diestra y siniestra en la mesa de honor, intentando reconocer algunos invitados, sin dejar de presidir el acontecimiento; aún hay algo más que las palabras de Beatríz Espejo y los discursos de rigor de parte de algunos de los que, sentados frente a la mesa, contemplan el vacío que existe entre ellos y los más de cien asistentes. Tres jóvenes bailarines, dos hombres y una mujer, evolucionan en un tablado, perfecto para un zapateado, desigual para el ballet clásico que finalmente ejecutan sin el más mínimo pudor, sin ningún atisbo de miedo al ridículo. La música de Tchaicovsky, guía el ánimo predispuesto del público que, azorado, no extasiado, contempla hasta el final los movimientos de los cisnes aparentes.
El trazo sinuoso de García Ocejo da rostro, figura y tocado al dandy, un joven que envuelto en una capa negra, corona su testa con un sombrero negro de copa como los que muchas veces utilizó Fred Astaire en sus memorables bailes en docenas de películas. El gesto anhelante de su cara, parece desear que en una sola bocanada de aire, capture toda la atmósfera decadente de una “belle époque” ya desaparecida. El fulgor del retratista de personajes de ParÍs, Marcel Proust. El fulgor impresionista de Renoir. El fulgor instantáneo de García Ocejo en una serie de rostros capturados en expresiones de continuo éxtasis, en músculos tensos de dolor, reflejo de corazones heridos.
Ondas turbulentas enlazan sin misericordia los dibujos de García Ocejo y poco a poco se descubren la fauna y la flora de Baudelaire: guirnaldas, laureles, plumas de una temporada larga en el cielo y el infierno de los sentidos. El cine nos ofrece una memoria alternativa: una suerte de Catherine Deneuve se transforma en la Odette de Crécy en “El tiempo recuperado”, de Raoul Ruíz. Unos colores vibrantes de Matisse, unos trazos negros y unos arabescos recuerdan a María Félix como la “belle abesse” en “French Can Can”, de Jean Renoir.
Jaime Chávez con un saco de colores múltiples, hechos a voluntad, cortado y con las amorosas instrucciones de la Doña, María Félix, en París, fija su mirada de águila en el lugar y en los hechos. Observa escrupulosamente a cada uno de los personajes que en ese momento se dirigen a la escalera que conduce al segundo piso de este palacio de piedras enormes, contundentes; arriba se verá la obra más reciente de García Ocejo. La mujer del pintor Cuevas lo lleva del brazo hasta el principio de la escalinata y él pregunta: “¿Tenemos que subir todos esos escalones? Ella responde: vamos a subir juntos, despacio, platicando, cuando menos pienses ya estaremos arriba.”
El modelo, Igor Ariel Gracia Romero, se observa plasmado en el cuadro de García Ocejo en donde personifica al Dandy.
José García Ocejo
Los bailarines evolucionan por el tablado con la música de Tchaicovsky. Al fondo, El Dandy de García Ocejo.