Camilo José Cela Conde
Madrid.-Setenta y dos heridos, coches ardiendo, escaparates en pedazos y camionetas de la televisión volcadas, son el resultado de una batalla campal en toda regla. Es lo que sucede cuando la muchedumbre airada toma la calle, y los policías agredidos pueden dar fe de lo difícil que es mantener el orden cuando se presentan los disturbios. Razones para la batalla las hay en este mundo sometido a una quiebra casi absoluta de lo que fue durante siglos la economía, el trabajo, la familia, la convivencia en suma, sin que aparezca ninguna alternativa capaz de atraer las esperanzas. Pero el episodio al que me refiero, el de Buenos Aires de hace unos días, no obedece a ninguno de esos desengaños. Lo produjo el descenso del club de fútbol River Plate a la división B.
Antes de poner el grito en el cielo tachando de salvajes a los argentinos, a cualquier español le convendría recordar lo que pasa en Madrid o Barcelona cada vez que el Real o el Barça ganan una liga o una copa de cierta entidad. Y, ya que estamos, sería bueno extrapolar esos precedentes imaginando qué podría suponer el descenso de categoría de uno de esos dos grandes del fútbol europeo. El llamado deporte alcanza ya cotas que abrumarían a cualquiera de los hinchas con algo de sentido común —que cabe entender que abundan— en el caso de que decidiese utilizar su inteligencia en el análisis de lo que está pasando.
Con los triunfos de la selección española se han alcanzado cotas de fervor patriótico impensables antes de que el equipo de mi país ganase el europeo y el mundial. El Barcelona desata torrentes de complacencia enfática que estarían muy bien si se refirieran a cosas como lograr un descenso radical en las cifras del paro, obtener algún premio Nobel de ciencias o lograr un gobierno que no parezca compuesto por incompetentes. Pero los encandilamientos se deben a que un caballero —de las señoritas se habla menos— consigue hacer malabarismos con las piernas y un balón, poniéndolo dentro de la portería pese al empeño en evitarlo por parte del equipo contrario. Si eso mismo se refiriese al éxito en levantar castillos de naipes con los codos mientras le hacen a uno cosquillas, o a la gesta de beber litros de agua sin pararse a respirar, diríamos que los que gritan hablando de hazañas están mal de la cabeza. Pero, por poner un ejemplo, el segundo gol de un adolescente del equipo español en el partido de la final del campeonato europeo reservado a menores de 21 años ha sido calificado de obra de arte por doquier.
¿Sucede eso mismo en México? Ojalá que no. Porque confundir las patadas a un balón con la novena sinfonía de Beethoven, los óleos de Velázquez o el Hamlet de Shakespeare es algo que pone de manifiesto la capacidad mental de quienes lo hacen, sin más. Hasta que de ese despropósito se derivan batallas campales como las de Buenos Aires. Bien es cierto que a los museos y los conciertos van unos pocos centenares de personas, y llegan a cien mil los que acuden a un estadio de fútbol. Pero está por ver que el número justifique por sí solo las pasiones y los desmanes.