En el marco del 29 aniversario, el 14 de junio, del fin de la guerra por los territorios de las Malvinas reabrió un nuevo diferendo diplomático entre la Argentina y Gran Bretaña por la soberanía del archipiélago, con un agregado: la disputa por el petróleo.
Este diferendo, sin embargo, data de principios del año pasado cuando empresas petroleras británicas comenzaron a explorar, unilateralmente, la zona en busca de hidrocarburos. Pero las tensiones con el Reino Unido se incrementaron con el anuncio de una firma petrolera que anunciaba el inicio de operaciones de extracción petrolera tras resultar positivos los hallazgos.
La cuestión de las islas Malvinas ha sido un asunto prioritario en la agenda de la política exterior argentina no sólo del gobierno de Cristina Fernández, sino desde que su esposo Néstor Kirchner asumió el poder en el 2003. Desde entonces Buenos Aires aprovecha todos los foros internacionales para reclamar diálogo con Gran Bretaña.
En su reciente reunión, y previo a la reunión del Comité de Descolonización de las Naciones Unidas del 24 de junio, la OEA instó ambos países a negociar “cuanto antes” una solución al conflicto, pero la respuesta del Primer Ministro, David Cameron, no fue en el tono diplomático, sino de un representante de una potencia imperial: “Mientras las Falklands quieran ser territorio soberano británico deben seguir siendo territorio británico. Punto final de la historia”, sentenció.
Este punto final de la historia que pretende imponer el premier británico no deja de causar irritación en el ámbito latinoamericano. La cancillería argentina la calificó de un “lamentable gesto de arrogancia”, pero Cristina Fernández la definió como “un gesto de mediocridad y casi de estupidez, la palabra punto final para la historia de nuestras islas Malvinas”.
El tema en sí mismo trasciende, sobre todo porque reabre, además del asunto del dominio geográfico del sur del continente por el petróleo, la discusión en torno al principio de la autodeterminación asentado en la Carta de las Naciones Unidas, y ese es el principal argumento británico para no negociar la soberanía del archipiélago, “al menos –y hasta- que lo deseen los isleños”.
La ONU ampara el principio de autodeterminación de los pueblos, pero se ha ignorado que Gran Bretaña invadió en 1833 militarmente el territorio y expulsó a la población originaria, prohibieron su retorno y colonizaron con habitantes ingleses para evadir los principios del organismo internacional.
Gran Bretaña se ha negado sistemáticamente a cumplir la resolución 2065 de las Naciones Unidas para sentarse a la mesa de negociaciones con Argentina sobre el territorio del Atlántico Sur, ya que como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU ejerce su “derecho” de veto y, al mismo tiempo, contraviene las resoluciones de ese organismo internacional, evidenciando su espíritu colonialista.
Esa situación imposibilita cualquier iniciativa diplomática para un acuerdo. Argentina ha sido muy prudente y ha seguido los lineamientos que establecen las Naciones Unidas. El momento amerita que se reflexione sobre la composición del máximo organismo mundial y que se considere la participación de los países emergentes en la nueva composición del orden mundial. Esa acción sólo puede darse a través del diálogo y la negociación multilateral con los bloques regionales.
El de las Malvinas ha dejado de ser un asunto entre Argentina y Gran Bretaña y ha pasado a ser de interés latinoamericano. Gran Bretaña debe dejar la estulticia a un lado para distensar el conflicto. En principio sería positivo que ambos gobiernos volvieran a la Declaración Conjunta argentino-británica del 27 de septiembre de 1995 referente a exploración y explotación de hidrocarburos en el área de conflicto, que el gobierno de Buenos Aires dio por terminado en 2007 por acciones unilaterales británicas. El petróleo podría ser el motivo de la otra guerra en La Tierra del Fuego.