Octavio Paz la definió como “un poema que camina”
José Pagés Llergo, fundador de la revista Siempre! en 1953, eligió como emblema de nuestra publicación la figura del legendario Quijote de la Mancha.
Cada año, se solicita a un artista de reconocido prestigio nacional e internacional la realización de un óleo que vincule a ese personaje cervantino con la defensa de la libertad, la verdad y la lucha contra la injusticia. Valores y principios, mística y filosofía, que definen y han marcado la línea editorial de esta publicación por más de medio siglo.
Este año —con motivo del 58 aniversario de la revista Siempre! y como un homenaje a la recién fallecida Leonora Carrington— decidimos reproducir el Quijote con hongo atómico que pintó la artista para esta casa editorial en 1966 y que ya fue publicado como portada.
(Nota de la Dirección)
Leonora Carrington desde la Inmortalidad
Gonzalo Valdés Medellín
El 25 de mayo de 2011 fallece en la ciudad de México la pintora Leonora Carrington a los 94 años de edad. La sola noticia podía no decir más que lo que textualmente enunciaba, pero al contrario, dijo más, mucho más de lo que en realidad sabíamos de la artista y de la enorme, indeleble y vital resonancia de su obra en el contexto, primero de la cultura mexicana y, en paralelo, de la cultura mundial.
Porque Leonora Carrington con su deceso activó el perfil luminoso, humanístico, de una pintora y escritora ejemplar, que destacó por hacer una obra insólita en su momento, transgresora siempre y dotada de una elocuencia discursiva que señala —en todo momento— su inquietud libertaria, vanguardista y crítica.
Semanas antes de su muerte, el destino comenzó a prefigurar el camino de justipreciación de la artista y la mujer que hubo de trascender cronológicamente el siglo XXI y vivir el tormento del enclaustramiento, la persecución, el desarraigo, el amor loco y finalmente la recuperación de sí misma, su obra y su leyenda, durante el siglo pasado; y esto sucedió cuando Leonora, de Elena Poniatowska gana el Premio Seix Barral de Novela en España y entonces la personalidad y el cariz protagónico de la obra pictórica de Carrington vuelven al primer plano de la opinión pública llamando la atención de las nuevas generaciones, pero también imponiendo la necesidad de ser re-expuesta a la luz de la crítica, de la valoración bien dimensionada de sus aportes creadores, indisolubles de su biografía y absolutamente hermanados a sus obsesiones creadoras.
Nacida en Chorley, Inglaterra el 6 de abril de 1917, en el seno de en una rica familia, Leonora Carrington —hija de un empresario británico y una madre de origen irlandés— desde joven, estudiando en Chelsea School of Arts y la Academia Ozenfant de Londres, se interesa por el arte. Su educación siempre se ve ligada a escuelas religiosas en las que toda vez termina mal, al mostrarse como una joven de espíritu inconformista, mismo que la acompañaría —y el cual cultivaría— toda la vida.
En Londres conoce al pintor surrealista Max Ernst (1891-1976), veintisiete años mayor que ella, de quien se enamora perdidamente retando los convencionalismos de su familia, y con quien vive varios años en una casa de campo en el poblado de Saint-Martin-d’Ardèche, que hasta hoy conserva en su fachada un relieve representando a la pareja y su juego de roles: Loplop, alter ego de Max Ernst, un fabuloso animal alado, entre pájaro y estrella de mar, y su Desposada del Viento.
Ernst, para Carrington, significará el primer gran amor que la marcaría notablemente, decisivamente, definitoriamente, pero a quien le molestaría, en los últimos años de su vida, incluso que se lo mencionaran. No obstante, la relación con el pintor será absolutamente enriquecedora; con Max Ernst Leonora viaja a París donde conoce el Movimiento Surrealista que la deslumbra y le permite trabar contacto amistoso con creadores como Salvador Dalí, Marcel Duchamp, André Breton y Pablo Picasso. Gracias a esta experiencia, Carrington se integrará a la lista de artistas que conformaron la Magna Exposición del Movimiento Surrealista en 1938, presentada en Amsterdam y París, sin saber que este feliz acontecimiento presagiaba, paradójicamente, una serie de sucesos dolorosos, agresivos e incluso infaustos que la joven artista tendría que encarar, comenzando por la invasión nazi a Francia y la separación de Ernst, luego del ataque de la Wehrmacht (fuerzas armadas alemanas) sobre el territorio de Francia y los Países Bajos el 10 de mayo de 1940.
La Segunda Guerra Mundial está en pleno y los alemanes rastrean a sus enemigos, y a todo aquel que puede considerarse tal, incluso aquellos de nacionalidad alemana, como el mismo Ernst que es detenido y confinado en un campo de concentración
Hacia 1940, la España franquista, envuelta en convulsiva tensión social y política, recibe a Carrington que enferma de una crisis nerviosa y, por orden de su familia, es internada en un manicomio de Santander.
Pide auxilio
En La casa del miedo. Memorias de abajo, Carrington recordará esta agria etapa de su juventud como un pasaje dantesco que padeció sedada, desolada y custodiada por enfermeras, hasta que finalmente escapa del nosocomio —donde había pasado gran tiempo atada y desnuda— y llega a Lisboa, conoce al poeta y diplomático mexicano Renato Leduc, le pide auxilio y se une a él en un matrimonio, por conveniencia de ella y de común acuerdo, siendo la única opción para poder salir de Europa en esos momentos. Leduc la ayuda a huir hacia Nueva York, ciudad en la que se reencuentra con su ex amante Ernst y con la mecenas Peggy Guggenheim. Sin embargo, aún estando a salvo, Nueva York le es poco hospitalaria (además de que la relación con Ernst se ha fracturado inevitablemente). Leduc propone una única alternativa y, en desvencijado pero funcional automóvil, viajan a México, aun con las dudas de Leonora en continuo pique con la convicción de su esposo.
Mucho tiempo después, Leduc rememoraría esta aventura que consideraba chistosa, pues, recordaba el poeta, a lo largo del camino, surcando territorio estadunidense en su carcacha, Leonora bajaba del auto a conseguir alimentos y agua porque, Leduc no podía hacerlo, habiendo letreros por todas partes que rezaban: “no se aceptan perros ni mexicanos”; al cruzar la frontera y entrar a México, las cosas cambiaron para bien de Leduc, pero no así de Leonora, ya que cuando querían entrar a una cantina, ella tenía que esperar afuera, ante la advertencia de otro letrero: “no se aceptan gendarmes ni mujeres”.
Es 1942 cuando llegan a México y se instalan en un hotelito de la colonia Tabacalera, atrás del edificio de la Lotería Nacional. Y en un café llamado Los Pericos, en la calle Guerrero, donde se da servicio “al más puro estilo mexicano”, Leonora pasa horas esperando el regreso diario de Leduc quien sale a buscar trabajo como periodista y redactor, para ganarse la vida de ambos. A Leonora le choca esta espera cotidiana en Los Pericos, pero es tal vez ahí, y en la colonia Tabacalera, donde la artista empezará a conocer realmente a los mexicanos, sintiéndose sobrecogida por su forma de ser, por sus costumbres, sus tradiciones, su lenguaje… todo aquello que la artista, la pintora, la escritora, comienza a traducir en imágenes surrealistas, intentando comprender y aprehender la esencia del pueblo que ahora la acogía y que, como extranjera, ella miraba con una distancia que no podía sino transcribir en su conciencia como Surrealista.
Nación surrealista
Un pueblo Surrealista: México, el maravilloso, el trágico, el de la magia que echa flores del dolor colectivo y que siempre renace. Ese México en el que otros autores de habla inglesa, como Malcolm Lowry, D. H. Lawrence, Stephen Crane, Katherine Anne Porter o Graham Green habían encontrado motivo, miga, materia, esencia y espíritu para dotar sus propias obras y quizá encontrar , si no el sentido, sí un sentido de la vida.
México, que le decía: esta es tu casa, Leonora, mujer, creadora, artista surrealista, aquí vas a estar bien, aquí tendrás el espacio propicio para crear, aquí encontrarás la serenidad de la existencia para el resto de tu vida.
Y según lo convenido, ya medianamente asentados en México, en 1943 Renato y Leonora se divorcian. No hubo mayor problema. Renato Leduc le escribiría: “Yo vivo de lo poco que aún me queda de usted. Su perfume, su acento, una lágrima suya que mitigó mi sed”.
¿Se amaron Leonora y Renato? A su modo sí, ningún ser humano puede escapar a lazos tan fuertes de vida, de existencia y experiencia como los que compartieron el poeta y la pintora. Y hay algo que revela toda esta amable y tan cinematográfica historia de amor: Leonora y Renato estaban unidos por una ejemplar amistad, por una indisoluble solidaridad humana.
Leonora se queda a vivir en México. Sin frecuentarlos, coincide con Diego Rivera, de quien le seduce su humor, y con Frida Kahlo. A quien sí frecuenta es a Luis Buñuel, al que le une, entre otras cosas, el recuerdo de Dalí.
Contrae nuevas nupcias con el fotógrafo judío-húngaro, Emericz Chiki Weisz con quien procrea dos hijos: Gabriel y Pablo. Y comienza a crear lo más representativo su obra: La casa del miedo, Una camisa de dormir de franela, El mundo mágico de los mayas, La señora Oval, La trompeta acústica, La puerta de piedra, El séptimo caballo, Conejos Blancos, obras a las que seguiría un inabarcable río de títulos siempre memorables: La giganta, Quería ser pájaro, Laberinto, El despertar, Y entonces vi a la hija del Minotauro, El juglar…
Pero ya Leonora había incursionado en la literatura en 1938, con el libro de relatos La casa del miedo, justo en la época con Max Ernst, cuando ambos se integran como colaboradores activos del Kunstler Bund, movimiento subterráneo de artistas e intelectuales antifascistas, un año antes de que Max Ernst fuese declarado enemigo del régimen de Vichy y refundido en el campo de concentración de Les Milles, tiempo en que comenzarían los desajustes psicológicos de la vida de Leonora Carrington, marcando poderosamente su obra.
México le permite a la creadora rehilar lazos afectivos con surrealistas en el exilio: Breton, Benjamin Pêret y la pintora Remedios Varo (1908-1963), a quien había conocido en París, sin duda su amiga del alma, su alma gemela, y a quien le unía la capacidad de desafío, el desconocimiento a todo principio lerdo de autoridad, el reto al autoritarismo y la imantación por el mundo de los sueños y del espíritu de la libertad.
La identificación amistosa con Remedios Varo se extendía de manera vital a proyectos artísticos, pero en alguna ocasión, Leonora confesaría que, ante todo, a su amistad con Varo la sostenía el “compartir sus mutuas angustias”. Amén de ello, Varo la hace entrar en contacto con dos artistas que le influirían también de una u otra manera: Alice Rahon y Wolfgang Paalen. Pero el estilo de Varo y Carrington refleja ámbitos oníricos y mágicos que, en el caso de Carrington, quedan plasmados en una de sus obras clave: El mundo mágico de los mayas, expuesta actualmente en el Museo de Antropología de la ciudad de México.
Siempre reconoció Carrington la influencia de Remedios Varo en su creación, a la que le unía una identificación profunda en la forma y el contenido. Sus personajes y atmósferas son fantasmales, desgajados de la irrealidad onírca y vueltos al revés de la circunscripción realista. Leonora estaba familiarizada desde pequeña con los mitos celtas, muy presentes en sus cuadros y obras de teatro (género en que también incursionó, como la escenografía teatral), a los que se sumarían los mundos mágicos y fantásticos que encontró en México, así como en la vastedad de culturas indígenas y prehispánicas que aquí se le revelaron.
Carrington refería haber tenido desde muy pequeña “experiencias extrañas con todo tipo de fantasmas. Visiones y otras cosas condenadas por la ortodoxia cristiana. Esas experiencias comenzaron cuando tenía uno o dos años. Las he tenido toda mi vida. Quizás fue porque de pequeña estuve en contacto con la mitología celta. Los celtas y los irlandeses son muy dados a tener en cuenta a esos seres a los que llamamos The Gentry, los geniecillos, los gigantes, los fantasmas, los elfos, los gnomos”.
Esos sueños, esas visiones reincidentes a lo largo de su vida, Carrington los concretó en sus pinturas y esculturas, los hizo vivir en su literatura, convirtiéndose una de las mejores pintoras surrealistas del siglo XX.
Octavio Paz —quien compartió la experiencia de Poesía en Voz Alta con Leonora Carrington, cuando la pintora realizó la escenografía de la única pieza de Paz, La hija de Rapaccini—, definió a la artista como “un personaje delirante, maravilloso”, “un poema que camina, que sonríe, que de repente abre una sombrilla que se convierte en un pájaro que se convierte después en pescado y desaparece”.
Mujer prodigiosa
Leonora Carrington, que en 2005 recibió el Premio Nacional de Bellas Artes que otorga el Estado mexicano, fue motivo de la escritura de una de las más importantes novelas mexicanas del siglo XXI: Leonora de Elena Poniatowska y que en palabras de la autora “es un tributo a una mujer prodigiosa, así como a una pintora única que es también una escritora inimitable: Leonora Carrington”, con quien sostuvo una amistad de más de 50 años, y cuya enérgica personalidad desde un principio despertó en Poniatowska la inquietud de escribir una novela sobre la genial pintora, a la que tituló provisonalmente, Fiona. Cuenta Elena Poniatowska de Fiona: “Cuando tenía 200 páginas pensé hacer una novela directamente sobre Leonora y me lancé. La primera entrevista que le hice apareció en el periódico Novedades, que ya no existe. A lo largo de los años, su casa en la calle de Chihuahua, en la colonia Roma, se convirtió en la cueva de los sortilegios, una central de energía, una piedra imán”.
Leonora es una aproximación a lo que podría ser una exhaustiva biografía de Leonora Carrington. Y si pudiera escribirla, lo haría con gusto, aunque esta novela puede estimular a otros a hablar de ella y convertirse en un surtidero de informaciones. En Leonora (la mujer, la artista) hay aún innumerables vertientes por descubrir. Leonora es cada vez más fuerte y va a ser más fuerte, a medida que pase el tiempo. Es, de veras, tan única como lo fue Frida Kahlo en su época, nada más que ella no quiso hacerse pública”.
Leonora Carrington, el “poema que camina”, según la célebre imagen poética de Octavio Paz para definirla, no se ha detenido de andar en la conciencia de la cultura y el arte mexicanos, ni aún después de haber fallecido a los 94 años; y en donde esté, como bien dice Elena Poniatowska, no leerá ni habrá leído todo lo que se ha escrito de ella a partir del impacto de su muerte en el subconsciente colectivo del mexicano porque, tal como enfatizó Elena aún en vida de Leonora: “a Leonora no le gusta leer cosas que hablen sobre ella… Lo único que quiere es que la dejen tranquila, tomando su té inglés y fumando sus cigarrillos”.
Y así ha de estar ahora desde la Inmortalidad Leonora Carrington: observando en las volutas de humo de sus interminables cigarrillos esa locura que la armó para la vida, el arte y la trascendencia. Esa locura que fue brillantez, racional incisividad, inteligencia fecunda y aguerrida sensibilidad, y que la dotó para ejercer, en vida y obra, la plenitud de la Belleza.

