Eve Gil
¿Qué hay de cabalístico en esta cifra que pareciera ser el fatal límite de las vidas de los más polémicos jóvenes ídolos del rock y el pop? Es una casualidad que hace surgir dudas en los más escépticos. El caso más reciente, el de Amy Winehouse, me permitirá reflexionar un poco respecto a lo que pareciera distar de ser una simple casualidad. Hasta cierto punto, y como en los casos concretos de Jim Morrison y Janis Joplin, pocos albergaban la esperanza de que Amy llegara a vieja: demasiadas drogas, demasiado alcohol, seriados intentos de suicidio… y la impresión de que se sentía ajena en el escenario, casi autista, cantando para sí, espiritualmente negada para compartir su dolor. Se decía, además, que no probaba alimento… pero ponía como condición 47 botellas de whisky en su camerino. Todo lo anterior no impidió —y esto es sintomático— que la juventud británica la designara su heroína de todos los tiempos, por encima de la madre Teresa y de Florence Nightingale.
Voz de ángel negro y temperamento demoniaco. Un ejemplo de autodestructividad que rebasa a cualquiera de sus antecesores en el fatídico viaje sin retorno de los 27, Amy Jade Winehouse nació el 14 de septiembre de 1983, y fue encontrada muerta en su departamento de Camden, Londres, el 23 de julio de 2011, a las 06:00 pm. Hija de judíos, su madre, farmacéutica de profesión, se llama —qué ironía— Janis, y su padre, un taxista londinense de nombre Mitch Winehouse, son fanáticos del jazz y en algún momento muy orgullosos del precoz talento de su hija de enormes ojos color avellana… hasta que la madre, en el paroxismo de la desesperación ante el salvaje descontrol en que terminó sumiéndose Amy, suplicó públicamente a los fans que dejaran de comprar sus discos porque ella gastaba todo en drogas y alcohol.
La muerte rondaba a Amy prácticamente desde los inicios de su carrera, y hemos sido testigos de su deterioro mental y físico, en ese orden. Mientras otras alardean de sus cirugías estéticas, Amy parecía exhibir con desenfado una progresiva transformación en zombie: de ser una atractiva joven de amplias caderas y exuberante cabellera negra peinada al estilo Audrey Hephrun, las últimas fotos la exhiben como si hubiera estado en un campo de concentración: notoriamente enflaquecida, semidesdentada y con el cabello cayéndosele a mechones, lo que la convirtió en blanco de las burlas de comentaristas de espectáculos británicos, sin corazón y sin cerebro. Un fan con un poco de suerte podría topársela durmiendo en el quicio de la cortina de un negocio cerrado o en la banca del parque de un barrio londinense… aunque difícilmente la reconocería.
Todo empezó muy bien. A los 10 años de edad, Amy ya era miembro de un grupo de rap llamado Sweet n’ Sour, y a los 13 le obsequiaron su primera guitarra. Sin embargo, fue expulsada de la escuela de Teatro de Sylvia Young por hacerse un piercing en la nariz. Lejos de desanimarse, empezó a escribir música con absoluta seriedad. A los 16 acudió a una audición y cautivó desde el primer momento a los jueces pese a ser rellenita y bajita (1.60 mts). Su ascenso fue meteórico: a la edad en que otros chicos apenas acarician el sueño de la fama, ella ya había obtenido nominaciones a premios tan prestigiados como el Mercury Prize, el Britt Award, incluso seis Grammys de los cuales obtuvo cinco gracias a su segundo álbum Bak to black. A los 20, sin embargo, ya estaba casada con Blake Fielder-Civil, quien la introdujo en el campo de las drogas duras y le generó una fuerte codependencia que se reflejaba en golpizas que ella camuflajeaba con gafas oscuras, que al cabo de un rato ya no bastaron para cubrir los hematomas de su rostro. A diferencia de Janis Joplin, que era felizmente promiscua, Amy estuvo a punto de echar su carrera por la borda para proteger a su marido —lo cual, en términos legales, equivale a complicidad— cuando se les acusó de posesión de drogas y los tabloides empezaron a hablar de posibles condenas que impedirían a la famosa cantante continuar su carrera. La pareja libró una larga estancia en la cárcel, pero se divorciaron —y más de uno lo aplaudió— en 2009, después de que Amy pretendió matarse mezclando alcohol, cocaína y heroína. Por si fuera poco su adicción al cigarrillo y al crack le creó enfisema pulmonar, cosa que también parecía tenerla sin cuidado. Su autodestrucción, contrario a la de Morrison que simplemente vivía el momento, era fríamente calculada. Se reveló como un genio musical cuando apenas iba saliendo de la adolescencia gracias a su álbum debut Frank, del que se desprende su gran éxito Rehab que es el canto de rebeldía de una mujer que se niega a dejar el alcohol y las drogas, y sin embargo nadie puede negar que sea una obra maestra que mezcla jazz, soul, R & B, rock and roll y ska. Como Jim Morrison, Amy se montaba completamente borracha y drogada al escenario… y generalmente su talento se imponía, aunque no siempre. Quienes no parecieron dispuestos a tolerarla, fueron los serbios que prácticamente la obligaron a bajarse a fuerza de abucheos. En Barcelona estuvo a punto de correr la misma suerte.
Apenas recuperarse, la joven que aparentaba mayor edad, confesó con escandaloso cinismo: “Necesito crearme problemas para potencializar mi fuerza creativa”, y pudo haber agregado el estribillo de Rehab: “Ellos tratan de que vaya a rehabilitación, pero no… no… y no”. Lo más increíble del asunto, es que, a diferencia de Britney Spears —que por fortuna ya rebasó los 27, aunque se siga portando como una Lolita decadente, y no echará a perder el cuadro— ni uno de sus dos únicos discos fue un fracaso, y dejó grabado un tercero que aparecerá en septiembre. Su calidad artística y vocal se impuso en todo momento a su deplorable fama. Enamorado de su talento, Brian Adams le escribió una canción titulada Flower grown wild, con la esperanza de hacerla recapacitar respecto a lo que hacía con su vida. Pero Amy parecía decidida a no trascender los fatídicos 27.
La edad de 27 años, en que el mundo se mira desde la cima… en que la belleza luce en todo su esplendor… en que la mayoría inician una vida profesional llena de ilusiones, o creen encontrar el amor de su vida. Quizá para estos jóvenes, que nunca dejaron de ser niños pese a su inmenso talento, esa fue la edad de la desesperación, del cansancio, del sinsentido… de la fuga de un mundo que exige demasiado a simples mortales como Jim Morrison, Janis Joplin, Jimmy Hendrix, Kurt Cobain y Amy Winehouse que, por muy talentosos que sean, son sólo humanos.