Alejandro Alvarado

Óscar Oliva es un poeta en evolución permanente, que procura crear nuevos espacios y nuevas realidades. En su trabajo hay un desarrollo interno en su propio pensamiento y en su sensibilidad. Sobre ello charlamos con el poeta chiapaneco y sobre su poemario Estratos (Aldus), el que se ocupa por captar la multiplicidad de acontecimientos que está dándose en nuestro mundo, y que influye, de muchas maneras, en lo que somos, en nuestro interior, en nuestra mente, en lo que escribimos. Sobre ese ajuste a los nuevos tiempos, declara Oliva, “esta nueva realidad que se refleja en los medios electrónicos, con sus portales que nos dan la vista a otros mundos, y que poco a poco va a ir dando nuevos aires a la poesía que escribo”. Por otro lado, reflexiona sobre el pasado: “Mi poesía de juventud respondió a una realidad muy golpeada por el Estado mexicano, donde se cometen atrocidades e imperfecciones a los jóvenes que estaban en esos momentos en rebeldía. El colmo se dio en 1968. Como poeta he buscado nuevos lenguajes. En un momento dado, más transparentes; en otro, en un tono más realista; también me interesé por expresarme con un lenguaje emotivo o con un lenguaje, incluso, onírico o hasta oscuro. Actualmente, ante la realidad que estamos viviendo en nuestro país, la cual nos tiene aterrorizados por lo que está sucediendo, me interesa como poeta y me preocupa como a cualquiera que pueda entrar hasta por las puertas de nuestra casa. Tengo la esperanza de que vuelvan a encontrarse nuevos caminos hacia el desarrollo de una mejor sociedad y hacia el desarrollo de mejores hombres. En este momento, las ideologías se fracturaron y todo aquello que construimos y creímos en nuestra juventud se vino para abajo. Yo creo que se debe encontrar un nuevo camino, reconstruir; trabajar intensamente con toda esa tradición del pensamiento socialista, del pensamiento revolucionario, no solamente europeo sino también de América Latina, le corresponde tal vez más a los filósofos y a los sociólogos”.
—Desde joven usted se rebeló a las injusticias y a las atrocidades que le ocurren al hombre, ¿hasta dónde son sus alcances en su poemario Estratos?
—Mi libro no habla exactamente de esta realidad; pero la sensación que puede quedarle a un lector después de haberlo leído es de un sentimiento de miedo, un sentimiento de terror; y no solamente por los acontecimientos que se viven en nuestro país, sino también en otras partes del mundo. Para contar cómo se fue conformando mi voz de poeta debo decir que cuando yo estaba en la secundaria sucedió que Jaime Sabines, quien atendía personalmente una de las tiendas de ropa de su familia, por medio de su padre, me mandó llamar porque yo había publicado en un periodiquito estudiantil mi primer poema. Como a Jaime le gustó, le pidió a mi papá que me llevara con él. Me recibió con un abrazo, entramos a su casa, y sacó una botella de ron y se puso a hablar de poesía. Me enseñó que existían grandes poetas como César Vallejo y Vicente Huidobro, y (sonríe) me enseñó a beber trago. Éste es un inicio muy importante en mi carrera. Luego me vine a estudiar a la Ciudad de México, a la Facultad de Filosofía y Letras, donde conocí y hermané con quienes ahora son grandes poetas: Jaime Labastida, Eraclio Zepeda y Juan Bañuelos. Establecimos una amistad muy fuerte, y empezamos a leer los mismos libros, a discutirlos y a criticarlos. Leíamos en voz alta los poemas que escribíamos cada uno de nosotros en esos momentos. Ese fue un gran taller literario para mí.
—¿Cree usted que antes los lectores de poesía eran mayores que los de ahora?
—No. Creo que eran más constantes, más fieles; incluso, los conocíamos. La Ciudad de México era una ciudad más pequeña, de tres o cuatro millones de habitantes: Con los otros escritores nos encontrábamos en los cafés o en los bares. Los lectores se acercaban a conversar con nosotros de nuestra poesía. Quienes ejercieron realmente una magistratura en nosotros fueron grandes escritores: José Revueltas, Efraín Huerta, Juan de la Cabada, Rosario Castellanos, quienes nos trataban con una gran generosidad: nos abrían las puertas de su casa y nos leían los poemas que en esos momentos estaban escribiendo y nos sugerían y recomendaban libros desconocidos en ese momento para nosotros. En Filosofía y Letras había grandes maestros; de Rubén Bonifaz Nuño aprendimos mucho. Aquel rigor, aquel academicismo, algunos de nosotros no lo podíamos resistir totalmente.
Preferíamos el magisterio de éstos, quienes eran además nuestros amigos, nuestros compañeros.
—¿Cómo ha visto la evolución de la poesía en México?
—De la poesía mexicana de ahora casi no me gusta nada. Gozo de sus grandes momentos. Muerte sin fin, de José Gorostiza, quien es uno de mis poetas preferidos, me parece el poema más importante del siglo xx. Me gustan mucho López Velarde y Xavier Villaurrutia, y algunos poemas de Carlos Pellicer. Lo que trato de decir es que esa poesía es ya de otra época; pero por su trascendencia puede seguir en el siglo xxi y en el xxii. Es una gran poesía pero para una persona como yo, como escritor de poesía, ya no encuentro ahí los valores temáticos, los valores metafóricos. Hay que abrir la poesía para que entren vientos frescos. Su propio tiempo histórico ya pasó y debería dársele vuelta a ese libro, que en unos momentos es un libro gigantesco y maravilloso pero si seguimos tratando de escribir con esos moldes, con ese sentido y con ese aliento estamos perdidos.