Beatriz Pagés
Después del triunfo contundente del PRI en las elecciones del 3 de julio, a este partido le corresponde pensar en México.
A diferencia de la orgía de caníbales en la que se encuentran inmersos los integrantes del PRD, culpándose mutuamente por la debacle de su partido, el PRI tiene la oportunidad histórica y la obligación política de remontar el terreno de las ambiciones personales, para colocar ojos y oídos, pensamiento y corazón en la construcción de un proyecto de cambio nacional.
El priísmo no puede volver a equivocarse. Tiene que hacer una lectura correcta, inteligente y visionaria de lo que sucedió el domingo pasado.
La victoria tricolor en cuatro estados de la república fue consecuencia, sin duda, del acierto en la elección de los candidatos, de los saldos positivos que dejaron gobiernos como el del Estado de México y Coahuila, de la solidez y funcionamiento de la estructura partidista, pero también y sobre todo de la desesperación ciudadana con respecto al fracaso acumulado de dos sexenios panistas.
México va a llegar al 2012 con más de 50 millones de pobres y con 100 o 200 mil muertos como consecuencia de la guerra contra el narcotráfico; con un número todavía indeterminado de desplazados y desaparecidos. Con un crecimiento nulo del producto interno bruto y un deterioro institucional nunca visto.
Para decirlo rápido: la futura gobernabilidad de la nación sólo podrá darse a partir de la reconstrucción de sus bases estructurales. Podría afirmarse, sin exagerar, que estamos ante una nación “rota” que necesita urgentemente de una revolución política, económica, jurídica y social para poder sobrevivir.
Esta revolución —este cambio— sólo podrá darse a partir de un gran pacto. De un pacto nacional precedido, necesariamente, de un acuerdo entre los diferentes grupos del PRI.
México no le perdonaría al PRI —ya no lo perdonaría una vez más— el absurdo error de dividirse por privilegiar el “personalismo” por encima del interés nacional; y menos permitir la intromisión de manos extrañas, ajenas al partido, para, a través de la intriga, confrontarlo y llevarlo a la derrota.
¿Por qué el PRI no puede dividirse? Porque significaría dejar el país en manos de una derecha empobrecedora, que ya mostró sobradamente su ignorancia política y vocación elitista, o a la deriva de una izquierda caótica que ahondaría el resquebrajamiento del tejido social.
Lo que está en juego es mucho más que una candidatura a la Presidencia de la República. Mucho más que un proyecto o derecho personal. Y esto deben tenerlo claro quienes hoy aspiran al cargo. Penden de un hilo muy delgado la paz, la soberanía y el futuro de 113 millones de mexicanos.
El enemigo, entonces, no está adentro, sino enfrente. El peligro radica en que el crimen organizado roba cada vez más conciencia y territorio, y en que la pobreza ha llegado a extremos que insultan la dignidad y los derechos humanos.
Bajo un cielo político mediocre, de ineptitud y corrupción gubernamental, de zozobra y miedo ciudadano, la sociedad aspira a que alguien abra un hueco entre las nubes grises para poder mirar el horizonte.
Esa ventana la puede abrir el PRI, siempre y cuando sus principales actores no se equivoquen. Siempre y cuando logren pensar como estadistas, antes que como marionetas manipuladas por su simple y burda ambición.
Muchos mexicanos están esperando que ese partido dé señales de haber aprendido la lección. Por México, ya no más pugnas, ya no más sangre. No más Colosios. No más Madrazos. Nunca más el error.

