Beatriz Pagés

Las fuerzas armadas de México han sido colocadas en el paredón de fusilamiento.

Organismos civiles y penales, nacionales e internacionales, las han convertido en paradigma de violación

de los derechos humanos.

Para la izquierda intelectualizada —para aquella que paradójicamente añora la existencia de dictaduras pinochetistas—, lo “políticamente correcto” es satanizar el ejército.

Esta moda no es diferente a la consigna que impuso Washington en los años 80 y 90 en materia de democracia, y que siempre utilizó para presionar y chantajear al mundo, en especial a sus adversarios y a los países menos desarrollados.

Hoy, la tendencia es hacer desparecer o debilitar los ejércitos nacionales y, al parecer, la mejor forma de hacerlo es a través de la acusación, el enjuiciamiento y el consecuente desprestigio de sus integrantes.

El pasado 12 de julio, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió acatar la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que dispuso —como consecuencia del caso Radilla— eliminar el fuero militar, para que los miembros de las fuerzas armadas que violen garantías individuales sean juzgados por tribunales civiles.

Muchos analistas han considerado ese fallo como histórico. Y sin duda lo es; sin embargo, lo histórico no siempre es justo ni  democrático.

Aunque el caso Radilla respondió a otras circunstancias, la eliminación del fuero militar se dio en un mal momento.

La señal que se manda —dentro del contexto actual— logra confundir aún más a la sociedad. Ahora resulta que “los malos” no son los narcotraficantes, sino los militares y que a diferencia de los delincuentes, sobre cuyos procesos penales nada sabemos —porque hay un evidente ocultamiento—, los miembros de las fuerzas armadas mexicanas tienen que ser enjuiciados con todo rigor, en forma imparcial y a la luz pública.

Si esta fuera época de brujas, se hubiera exigido quemarlos en la hoguera.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación hizo, sin embargo, lo que estaba obligada a hacer.

México ya no podía ser omiso a la presión externa, a la supremacía que hoy tienen los tratados internacionales en materia de derechos humanos sobre las Constituciones locales, y menos ante una corriente de opinión pública mundial que va cobrando fuerza y que califica a los 50 o 60 mil muertos arrojados por el narcotráfico como “crímenes de guerra”.

Y aquí es donde se tienen que hacer algunas puntualizaciones.

¿A quién se va a responsabilizar de esos reales o supuestos “crímenes de guerra”? ¿A las fuerzas armadas, o a su jefe, el Presidente de la República? El subsecretario de la Defensa Nacional, general Carlos Demetrio Gaytán, lo dio a entender recientemente a los senadores: a los militares los mandan a la guerra sin armas y sin un código que los proteja —no de la impunidad— sino de los caprichos, desvaríos u ocurrencias del Presidente.

Si de eliminar fueros se trata, también debe desparecer el fuero presidencial. Los militares no son los únicos que cometen excesos y violan los derechos humanos. La Ley de Seguridad Nacional debe implicar en consecuencia el acotamiento del poder presidencial.