Juan Antonio Rosado
Muchos han denunciado el bandidaje autoritario u “oficial”, la podredumbre administrativa, la hipocresía de hombres públicos y de quienes desean “ayudar”, la burocracia ineficiente y parasitaria, cuyo anhelo es escalar mediante adulaciones, el gusto de muchos políticos “doble cara” por sumergirse en las cloacas y beber su contenido con tal de salir con los bolsillos llenos del dinero que los ciudadanos honrados entregan en forma de impuestos. Hay autores que se han referido a la corrupción, a los medios para escalar, a las paradojas de la noble profesión de maestro, a las descuidadas primarias oficiales y a un cada vez más insustancial y precario nivel educativo. Lo que vivimos desde hace tiempo me recuerda —tristemente— a ese chiste de Les Luthiers en que el nuevo presidente de un país llamado Feudalia nombra al cabo Primero Anastasio López secretario de Educación y Cultura, no porque se llame Anastasio López ni sea cabo, sino por las connotaciones de ese nombre y de esa función militar frente a los encargados de las otras secretarías de estado. Pocos han sido los gobiernos que le han conferido a la educación y a la cultura los papeles centrales para que prospere una nación. Educarse implica pensar, y pensar, cultivar y ejercer el criterio. Esas actividades —de por sí elitistas por cuestiones que tienen que ver con las capacidades y aptitudes de cada quien—, se convierten en algo no sólo casi inaccesible incluso para quien pueda tener capacidades, sino también en dóciles, ligeras e inofensivas al reducirse, encapsularse y burocratizarse hasta el absurdo.
En un país civilizado (no en Feudalia ni en México), la actividad de maestro —desde kínder hasta posgrado— debería ser la mejor remunerada, mucho más que la de cualquier funcionario de mando medio. El maestro forma personas, contribuye a su superación, y ello implica la superación del país. La educación integral es la única vía para empezar a acabar con las adicciones y la violencia. Pero a nuestros gobiernos no les ha interesado superar las conciencias ni sensibilidades de sus “gobernados”.
El dinero es el vehículo y fin de la corrupción. Ya desde antes de los noventa, se perfilaba el neoliberalismo educativo. Se le denomina “pedagogía de la exclusión”. Los funcionarios obtusos no perciben en la educación ni en la salud derechos que conllevan obligaciones, sino una ayuda (caridad). Por ello esos obtusos contemplan la institución educativa como una empresa con visión clientelar, que debe dejar ganancias personales, no como una empresa para que todos ganen. El desarrollo del intelecto, la superación es joya de fantasía. ¿Y el profesor? Criado del empresario. Por esa visión obtusa, los profesores de escuelas oficiales suelen ganar casi lo mismo que una servidora doméstica. Hay gastos inútiles, viajes, lujos de funcionarios parásitos, pero eso sí: cada 15 de mayo, huelgas de maestros, mítines, carreteras bloqueadas, profesores comportándose como resentidos sociales porque a ello se les ha obligado, y porque nadie se resigna a la miseria cuando sobran recursos en un país tan rico como el nuestro.
Seguimos acostumbrados a las abstracciones, no a descender a la realidad. Cada vez que alguien habla de ayudar a los pobres, me pongo a temblar: “otro negociante de la pobreza; uno más que quiere hacerse rico abogando por los pobres”. Mejor edúcalos, enséñales a pescar y deja de darles pescado. La caridad debe desaparecer y ser sustituida por el derecho al trabajo bien remunerado, el derecho a la salud y a la educación, al costo que se pueda o quiera asumir. Cuantas más escuelas, mejor. El pobre saldría de su pobreza si se le otorgara el derecho de educar y desarrollar sus capacidades (las que sean). Todo es útil en una sociedad. Como dice el refrán
—muy citado por Alfonso Reyes—: “Todo lo sabemos entre todos”.