En lugar de reconocer la magnitud y las consecuencias que tendrá para el país la segunda gran crisis financiera norteamericana, las autoridades mexicanas se han dedicado a ocultarla.

Con la obvia intención de tranquilizar a los capitales, aunque también con el claro objetivo de que su partido no pierda más electores para el 2012, el precandidato presidencial y secretario de Hacienda, Ernesto Cordero, mostró a los mexicanos un costoso salvavidas “antiturbulencia”  de 200 mil millones de dólares.

“Salvavidas” que el gobierno no había puesto a disposición de los mexicanos, a pesar de la creciente pobreza y desempleo, pero que, según el funcionario,  impedirá el hundimiento del país ante una posible segunda recesión internacional.

El punto es que el gobierno mexicano está haciendo un irresponsable manejo electoral de la crisis que se avecina y que de acuerdo a diferentes economistas puede ser peor a la anterior.

La frívola actitud del secretario de Hacienda y del gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, mejor conocido como el “doctor anti-flú”, contrasta con la lectura que están haciendo acreditados economistas internacionales sobre lo que puede convertirse en una tragedia mundial.

Lo que está frente a las narices de los dos funcionarios más importantes de las finanzas mexicanas es la caída en picada de la economía más poderosa del planeta y el final de un modelo económico financiero internacional responsable del empobrecimiento de la humanidad.

Para decirlo de otra manera: está a punto de venirse abajo el techo del mundo y ninguna de las tres ces —Calderón, Cordero y Carstens— parece darse cuenta.

O bien, los tres funcionarios han tomado la decisión de ocultar por obvias razones políticas el furioso impacto que tendría en una economía norteamericanizada, como la mexicana, una segunda recesión.

Cordero y Carstens intentan minimizar los efectos de la crisis cuando la recesión estadounidense de 2008 produjo no sólo un golpe automático, sino profundo en la estructura económica del país.

Durante el primer trimestre de 2009, México tuvo una caída del 8.2% en el producto interno bruto, la más grave en setenta años. La inversión extranjera directa
—procedente casi toda de Estados Unidos— se redujo en 7 mil 85 millones de dólares y la exportación de mercancías —casi todas al vecino del norte—  también se desplomó.

Los bajos niveles de producción industrial, el descenso de los  índices de  consumo, del poder adquisitivo, de la recaudación fiscal, de la venta de barriles de petróleo, de la productividad agropecuaria llevaron al país a un crecimiento de menos cero.

Hoy, sin embargo, se presume un blindaje de 200 mil millones de dólares que —de existir—  no tendría por qué ser más seguro o más sólido que el de hace tres años.

Funcionarios menos arrogantes, como el presidente del Banco Central de Reserva de El Salvador, han dicho que el mundo está desarmado y más débil para enfrentar una segunda recesión.

La vulnerabilidad del país, la incertidumbre y la falta de confianza aumentan porque el funcionario que hoy se encuentra al frente de la Secretaría de Hacienda anda distraído, en un curioso juego sucesorio donde él aparece como delfín de Felipe Calderón a la candidatura presidencial.

La tranquilidad, indiferencia o frivolidad gubernamental ante una tormenta que ha comenzado a modificar el orden económico mundial tal vez se deba a la certeza de que el PAN perderá las elecciones en el 2012.

Y no hay mejor revancha que entregar al histórico adversario la vajilla sucia, el refrigerador vacío y la casa rota.

Beatriz Pagés