Bernardo González Solano
Hace 26 años, el 14 de junio de 1985 se suscribió el histórico acuerdo. El espacio Schengen, basado en la convención del mismo nombre —que promulgó la apertura de las fronteras entre los Estados firmantes— se institucionalizó por medio del tratado de Amsterdam en 1997.
El acuerdo se aplica en los 27 países miembros de la Unión Europea, excepto Bulgaria, Rumania y Chipre; Islandia y Noruega, que no son miembros de la Unión Europea, se adhirieron al tratado en 1992; Suiza hizo lo propio en 2008.
Por disposición del acuerdo, los extranjeros que disponen de una visa de larga duración concedida por un país miembro pueden, en principio, circular libremente en toda la zona de la Unión Europea. Está previsto el restablecimiento de los controles fronterizos (fronteras internas) en el espacio Schengen de manera temporal y, si es necesario, el mantenimiento del orden público y de la seguridad nacional.
En diciembre de 2007 se modificaron las reglas judiciales e introdujeron el concepto de espacio de libertad, de seguridad y de justicia.
Asimismo, se aplica en común la cooperación policiaca y judicial reforzada, así como la política de visas, de asilo y de inmigración.
En gran medida, uno de los tópicos básicos que atañen al concepto europeo del siglo XXI —por lo mismo, un teórico del Viejo Continente dijo que el nuevo siglo estaría marcado por el terrorismo y a migración— es el de la inmigración. Por ello, se contempla que la inmigración forma parte ya de la esencia francesa como de la alemana, la española, la italiana, la polaca y tantas otras.
Seguirán las oleadas humanas
Las oleadas humanas van a seguir llegando a Europa, no como “invasión” sino porque la Unión Europea las va a seguir necesitando, si es que algún día recupera su nivel, como lo pretenden demostrar las predicciones del Instituto Alemán de Estudios Económicos, que ha pedido la entrada urgente de 500 mil nuevos inmigrantes (titulados en ingeniería, sin importar el origen geográfico), para incorporarse a su renovado crecimiento.
De no ser así, si no volvieran a llegar inmigrantes a Francia, España, Alemania o Italia —debido a los cada vez más radicales opositores a la inmigración aduciendo que los extranjeros les arrebatan los empleos y muchas canonjías— sería muy preocupante porque significaría que Europa está definitivamente muerta.
Así, el lamentable espectáculo que dieron en la última semana de abril pasado en Roma, Silvio Berlusconi y Nicolás Sarkozy debió haber encendido las alarmas a los ciudadanos europeos muchos más que la llegada de algunos miles de emigrantes tunecinos y libios —huyendo de la “primavera árabe”—. Por ende, resulta muy tonto (estúpido, dijeron alguno críticos) entregar el Acuerdo Schengen a la extrema derecha europea, como lo han hecho estos inconsistentes políticos.
Resulta mucha irresponsabilidad perder el tiempo con fuegos tan peligrosos, en lugar de hacer frente a las responsabilidades europeas en el norte de Africa —y no sólo los que fueron metrópolis— y que vieran su propio patio trasero, que está en una efervescencia que no se calmará en poco tiempo.
Sarkozy, cuyo padre llegó de Hungría a Francia, debería estar más preocupado por lo que sucede en Budapest que hacer causa común con el desprestigiado Berlusconi, que en un futuro no muy lejano podía pasar un tiempo tras las rejas, debido a sus frecuentes trapacerías.
De tal suerte, según sea el país, cada quien defiende su postura: a favor o en contra de la libre inmigración. Unos y otros hablan de la fragilidad o de la fortaleza del Acuerdo Schengen.
Por ejemplo, Pierre Rousselin, editorialista del parisiense Le Figaro, escribe: “Cuando Italia renuncia a desempeñar su puesto de guardián de las fronteras de la Unión Europea, se impone tomar medidas. Si no, es la puerta abierta a todos los abusos y la concha vacía del espacio Schengen será arrastrada por una inmigración masiva, de la misma forma de que el euro es despreciado por los mercados especulativos”.
A su vez, un editorial de El País, del 13 de mayo pasado, titulado “Schengen sin Schengen”, dice: “No se sabe qué es pedir, si los argumentos racistas empleados por Dinamarca para restablecer los controles fronterizos con Alemania y Suecia, o la bobalicona aprobación de sus socios a esa medida con el falso razonamiento según el cual Copenhague se ha comprometido a hacerlo «respetando el tratado de Schengen»… Dinamarca alega sin sentido y disparates. Para frenar la inmigración rumana y búlgara usa la coartada xenófoba de que conlleva aumento de la delincuencia. Pero no hay evidencia de que la delincuencia en ningún país europeo, en términos de cuantía media o de gravedad de los delitos, se vincule a los flujos migratorios, que en el peor de los casos pudieran generar un aumento de incidencias molestas, pero con menor alcance”.
Las cosas no son tan sencillas. Dinamarca asegura que los nuevos controles en frontera no serán sobre las personas, sino de carácter aduanero: algo similar a lo que sucede en Algeciras (España) donde se emplean detectores para descubrir polizones en los medios de transporte de mercancías. Que no se pida pasaporte no garantiza que no se reinstaure el control de las personas dentro de la Unión Europea: en vez de verificar documentos podrán escudriñarse caras, rasgos, aspectos. Muy similar a los que hacían los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Y después de estas “revisiones”, nadie olvida que se realizó el Holocausto, en el que murieron más de seis millones de personas. Aunque, hasta la fecha, haya líderes “alucinados” que lo nieguen.
Opiniones
No faltan analistas que el problema lo expliquen con mayor claridad. Por ejemplo, José Ignacio Torreblanca, en su ensayo “El abismo xenófobo” abunda: han bastado poco más de 20 mil tunecinos —escapados de la “primavera árabe” que derrocó a su dictador— para poner en cuestión uno de los mayores logros de la integración europea: la supresión de los controles fronterizos entre los Estados miembros establecida por el acuerdo de Schengen de 1985.
Un dato ilustra a la perfección hasta qué punto Europa se dirige al abismo de la xenofobia: la supresión de los controles internos entre los Estados miembros de la Unión Europea se puso en marcha en 1995 cuando, como consecuencia de la guerra de Yugoslavia, Europa tenía que hacer frente a una inmensa ola de más de 600 mil refugiados, dice Torreblanca.
Sólo Alemania se hizo cargo de 345 mil personas, en un esfuerzo poco conocido y mucho menos reconocido, pero otros países también estuvieron a la altura: Austria acogió a 80 mil; Suecia, 57 mil; Holanda, 24 mil, y Dinamarca, 20 mil.
Nadie se echó para atrás entonces ni dudó de que la supresión de controles fronterizos fuera una buena idea.
Ahora, sin embargo, agrega Torreblanca, uno pocos jóvenes provenientes del norte de Africa y la perspectiva de una derrota electoral ante la ultraderecha han puesto en fuga a Sarkozy y a Berlusconi, dirigentes de los países más prósperos del mundo. Meses discutiendo si las revueltas de Túnez provocarían un efecto dominó en la región y ahí está la respuesta como ha puesto de manifiesto la decisión del gobierno danés de reinstaurar los controles fronterizos con Suecia y Alemania, el efecto dominó es real, pero cae del lado europeo.
El analista dice que consuela pensar que los daneses tienen como vecinos a Alemania y Suecia, países cuyos índices de criminalidad están entre los más bajos del mundo: si llegan a tener frontera exterior con países no comunitarios o compartir ribera en el Mediterráneo, a estas alturas seguramente estarían electrificando las fronteras.
Vale decir, como contrapeso, que el recién caso de Noruega, donde un noruego típico —rubio, alto, de ojos azules y estudiado— acaba de cometer una matanza que no tiene parangón en la historia del culto y tranquilo país nórdico.
El contraste es notable. Mientras los dirigentes europeos salen despavoridos al grito de “¡ahí vienen!”, como se espantaba a los niños con el cuento del “coco”, Egipto y Túnez hacen frente, humanitariamente, a más de 600 mil refugiados de la guerra de Libia, sin hacer espavientos y con casi nula ayuda internacional.
Lo peor del caso es que seguirán creciendo otros miles de refugiados mientras el dictador Muammar al-Gadafi no se rinda o muera en un bombardeo de los aliados de la OTAN.
Finlandia, ejemplo de buen manejo migratorio
No todos los europeos tienden a la xenofobia. Así, los finlandeses, otro país nórdico tan de moda por la masacre cometida por uno de los noruegos típicos, conviven con casi 100 mil inmigrantes no comunitarios (lo que representa el 1% de su población) y no hay mayor problema. Según informa la policía finlandesa, en el año 2009 detuvo a 6 mil 600 inmigrantes en situación irregular, emitió 3 mil 120 órdenes de expulsión y logró repatriar a mil 720 irregulares. Su porcentaje de éxito en el control migratorio y la repatriación se sitúa en el 55%, uno de los más elevados de Europa, en contraparte con el 28% de España, el 20.8% de Francia o el 9.9% de Italia.
El problema de la inmigración a la Unión Europea no es un asunto que pueda resolverse rápido. Junto a la moneda única, el euro, la libertad de circulación es la adquisición más palpable de la Unión Europea. Reforzar el espacio Schengen, darle un verdadero contenido constituye el pendiente para instaurar un gobierno económico europeo que resista a las dificultades actuales. Restaurar las fronteras internas serían, al contrario, dar un inquietante signo de debilidad. Europa ya sufrió bastante con el Holocausto. La inmigración es imparable. El racismo debe recuperarse.