Bernardo González Solano
El ramadán es el noveno mes del año lunar de los musulmanes, de las oraciones, del joven pero también de la fiesta… Un mes dedicado a la reflexión personal y al dominio de sí mismo, en el que los cigarros, las maldiciones y los malos pensamientos están prohibidos. Pero, en Siria, donde el presidente debe ser musulmán, como dispone la Constitución vigente, aun en el ramadán no está prohibido matar, torturar, perseguir…
No obstante, es el tiempo de los encuentros de amigos, familias y vecinos. Según la costumbre, el principio de las festividades es anunciado por un cañonazo, como el chupinazo para iniciar los sanfermines en Pamplona, España. El cañón del ramadán que se encuentra en muchos países musulmanes fue, en sus orígenes, una tradición egipcia que se remonta a la época fatimita, nombre derivado de Fátima, la hija de Mahoma (del siglo X al siglo XII). La tradición cuenta que el califa del momento recibió como regalo un cañón que quería probar inmediatamente. Por azar del calendario, el primer cañonazo fue a la puesta del sol, al comenzar el ramadán. Los cairotas no habían escuchado un ruido semejante y lo consideraron como una señal divina.
Apagón en la información
Pero el 2011, los cañonazos que escucharon el lunes 1 de agosto, primera jornada del mes del ramadán, no tenían nada de tradicional. Ni de festivo. Eran, más bien, según manifestó un creyente de la calle, “el anuncio de una estación podrida del ramadán”.
También fue la fecha elegida por el ejército en el poder, después de la caída del presidente Hosni Mubarak, para evacuar la concentración instalada desde el 8 de julio en la plaza Tahrir de El Cairo así como 28 organizaciones y partidos políticos anunciaron su intención de hacer lo mismo. Una docena de tanques y varios soldados “limpiaron” la emblemática plaza del levantamiento popular egipcio (“la primavera árabe”) y de paso arrestaron a 250 manifestantes.
Por su parte, en Siria el ruido de los cañonazos anunció un ramadán sangriento (algunas fuentes aseguran que los muertos suman ya más de 2 mil personas), con el asalto de una ferocidad inaudita dispuesta por el presidente Bachar Al-Assad (en el poder desde el 17 de julio del 2000) para aplastar la rebelión que comenzó cuatro meses y medio antes.Los tanques entraron a la ciudad de Hama —una de las más importantes del país después de la capital, Damasco— pocas horas antes de que se iniciara el ramadán, causando más de 70 muertos en una sola jornada.
Tras la ocupación militar —en Siria, que cuenta con 20.5 millones de habitantes, el ejército no se ha desmembrado, como en Libia, y tropas y clases continúan fieles al gobierno de Al-Assad— Hama fue privada de agua, electricidad, teléfono y de la Internet. En ese blackout (apagón) total de la información, los apagados gritos provenientes de la ciudad eran escalofriantes, contaban algunos corresponsales. Algunos informantes dijeron que los manifiesten masacrados sumaban entre 100 y 200.
Los analistas explican que, como tal, la oposición siria no existe. No cuenta con líderes populares y respetados; la desconfianza entre los activistas es muy grande, y en su riesgosa acefalia abundan los jóvenes sin afiliación partidista conocida; quizás porque el ramadán es el mes del joven. Esta situación fue propiciada, en su momento, por Hafez el Asad (que mantuvo el poder en Siria desde 1971 hasta el año de su muerte en el 2000), modélico asesino de su propio pueblo y padre del actual dictador, sofocando, a sangre y fuego, cualquier disidencia.
De tal suerte, por su carácter inicial tiene importancia la reunión efectuada, días pasados, en Turquía de centenares de opositores para intentar consolidar un frente unido contra Bachar El-Assad, el oftalmólogo responsable de la sangrienta represión que tiñe a la nación árabe.
Crueldad policiaca
En tales condiciones, se vuelve grisácea la tonalidad del primer fin de semana del ramadán en Siria. El lema coreado por los manifestantes en contra del régimen lo pone de manifiesto: “Dios está con nosotros”. Y los comités de coordinación local escriben en sus pancartas: “Dios está con nosotros, incluso si nadie nos apoya”.
Sin embargo, según la red de activistas, el “silencio” de una parte de los sirios y la muy larga falta de declaraciones internacionales “fuertes” no han podido impedir que el régimen “continúe sus crímenes”.
El endurecimiento de la represión en Siria pudo convencer a los miembros más reticentes del Consejo de Seguridad de la ONU, el martes 2 de agosto, de no oponerse a una condena formal del régimen de Bachar El-Assad.
El día 2, antes de una nueva reunión del Consejo de Seguridad por segunda jornada consecutiva, Rusia, hasta ese momento, reticente a toda condena de su aliado sirio, haciendo uso de su derecho de veto, hizo saber que no se oponía a apoyar una relación condenatoria. Con un matiz importante: Moscú —como China, Brasil, Africa del Sur y la India, miembros no permanentes del Consejo de Seguridad— favorecía una simple declaración, no apremiante, en lugar de la resolución esperada por los europeos —Gran Bretaña, Francia, Portugal, Alemania— apoyados por Estados Unidos.
Así, Rusia trataba de imponer condiciones destinadas a liberar al máximo la eventual declaración, que no debería incluir “ni sanciones ni presiones”. Los embajadores de los quince países del Consejo de Seguridad se reunieron en la sede de la ONU, en Nueva York, para negociar un texto de compromiso, entre una versión inicial europea (que se presentó desde el mes de mayo último) y las modificaciones presentadas por Brasil.
Ante la indecisión internacional, aunque al paso de los días muchos gobiernos denuncian las matanzas en Siria, El-Assad no ha desperdiciado el tiempo porque sabe que al final podría abandonar el poder no sólo por la presión internacional, sino porque los rebeldes le imposibiliten continuar gobernando.
Por el momento, Bachar El-Assad, el benjamín de los dictadores árabes, con 45 años de edad, decidió seguir los pasos de su padre, Hafez El-Assad. Hafez mantuvo el poder en sus manos cuatro décadas, merced a una férrea administración de la crueldad y a un fortísimo entramado de cuerpos policiales. Bachar se presentó a su pueblo, a la muerte de su progenitor, como un reformista, pero en cuanto empezaron las protestas populares, como parte de la “primavera árabe”, en marzo último, optó por imponer el terror. A su maestro principal, su propio padre, esta táctica siempre le funcionó. La destrucción de la ciudad de Hama en 1982, con al menos 10 mil muertos, constituyó el paradigma de su régimen.
Ahora, Bachar también destruye Hama. Sin embargo, ocurre que algo ha cambiado. Los sirios, o al menos gran parte de ellos, ya no tienen miedo. No obstante, la solidez, hasta el momento, de la cúpula militar y de la élite del régimen de Damasco, garantiza a El-Assad, tiempo y recursos para defender su presidencia a cañonazos.
Pero, probablemente “también garantiza” un final desastroso para su dinastía. Algunos analistas han dicho que ha sido la represión salvaje y específicamente diseñada para infundir terror, la que ha animado a más y más ciudadanos a salir a la calle y a desafiar la muerte. El mecanismo represión-reacción gira cada vez más de prisa.
No está nada claro cuánto pueda durar la crisis en sus actuales términos de manifestaciones y matanzas. Existen muchos factores a considerar. Y la información disponible es deficiente.
El papel de las democracias
Perdido el miedo, los tanques y los soldados de Bachar no han conseguido amedrentar a la población siria. El último fin de semana miles y miles de personas volvieron a manifestarse en las principales ciudades del país, salvo Alepo, desafiando las operaciones represivas del ejército y de las milicias alauíes armadas por el régimen. Por lo menos cuatro personas murieron por disparos de la tropa y otras diez sufrieron heridas, según actividades antigubernamentales, aunque los números parecían destinados a aumentar porque no había apenas datos sobre Hama, que sufría su sexto día de bombardeos.
El sábado 7 de agosto, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, después de innumerables intentos de hablar telefónicamente con el presidente Bachar El-Assad, exhortó al mandatario sirio a poner fin a la sangrienta represión, al tiempo que le expresó “su profunda preocupación y la de toda la comunidad internacional por la creciente violencia y mortandad en Siria”.
En fin, le pidió que “detuviera inmediatamente el uso de la fuerza militar contra civiles”. La respuesta de Assad a las reclamaciones del funcionario internacional fue el asalto en contra de la ciudad de Deir al Zor. A su vez, Washington, París y Berlín propugnaban en la ONU por nuevas sanciones en contra del régimen sirio. El martes 9, Turquía debería enviar a su jefe de la diplomacia para protestar contra “la violencia de la represión”, las monarquías del golfo, incluyendo al monarca de Arabia Saudi, así como el secretario general de la Liga Arabe, Nabil Al-Arabi, reclamaron el fin del “derramamiento de sangre”. Este sería el primer comunicado oficial de la organización panárabe, hasta el momento reservada sobre la represión en Siria.
Bachar El-Assad sobrevive políticamente contra toda dignidad porque se ha hecho indispensable para el orden de una región explosiva. Sólo que la sangre excesivamente derramada lleva la revuelta siria a una vuelta sin retorno. El mundo democrático no puede defraudar esta esperanza.