Historia que no termina

Por Martín Tavira Urióstegui

Es la historia interminable: la pugna entre las fuerzas progresistas de México que han luchado para construir un Estado moderno independiente y con justicia para el pueblo, y la jerarquía católica con el apoyo del Vaticano, que han combatido con todas las armas a su alcance para conservar el statu quo y mantener sus privilegios.

En la revolución de Independencia luchó sin fatiga para mantener el dominio colonial de España, acusando a los insurgentes —principalmente a Hidalgo y Morelos— de herejes y recurriendo a la excomunión. Por eso el Padre de la Patria acusó al alto clero de falso catolicismo: “ellos no son católicos sino por política, su Dios es el dinero”. Y Morelos en Oaxaca, al recriminar al obispo Bergoza y Jordán, le dijo que su deber era predicar el evangelio y no interferir en cuestiones políticas.
Durante la revolución de Reforma, el clero se alineó con los conservadores. El papa Pío IX calificó a las Leyes de Reforma y a la Constitución de 1857 como írritas, indignas de obedecerse.

La ley del 12 de diciembre de 1859 declaró la separación entre los negocios del Estado y los puramente religiosos. En consecuencia, el presidente Juárez, a través de su ministro Melchor Ocampo, mandó retirar la legación de México en Roma, cerca de la Santa Sede, el 3 de enero de ese año.

El clero católico no se dio por vencido y junto con el partido conservador, ofreció la corona de México al archiduque Maximiliano de Habsburgo, quien con el apoyo de las bayonetas francesas, tomó las riendas de la monarquía en nuestro país. Pero Napoleón III, representante de la burguesía gala, empeñada en apoderarse de las minas de México y del algodón, no podía permitir que México continuara con la estructura feudal de la etapa colonial. Por eso Maximiliano no derogó las Leyes de Reforma. El delegado papal ante Maximiliano, monseñor Meglia, fracasó en su exigencia de devolver todos los privilegios al clero.

Nuevamente el clero mexicano y el Vaticano se oponen a los logros de la Revolución Mexicana. Los papas Benedicto XV y Pío XI se lanzaron en apoyo de la jerarquía eclesiástica de nuestro país. Los dignatarios católicos José Mora y del Río y Pascual Díaz exigieron al gobierno de Plutarco Elías Calles la derogación del artículo 130 de la Constitución de 1917 y su ley reglamentaria de 1926. Se formó la Liga Nacional de Defensa de la Libertad Religiosa, impulsada por la jerarquía católica. El delegado apostólico, Jorge José Coruana, propuso la formación de un comité para apoyar la lucha contra el gobierno y la Carta de Querétaro.
Por carta pastoral, del 25 de julio de 1926, la jerarquía  católica mandó cerrar los templos y suspender el culto, para incitar a los creyentes a la rebelión. Así se desató la Guerra Cristera que duró cerca de tres años. En medio de ella, fue asesinado el general Alvaro Obregón el 17 de julio de 1928 por el fanático José de León Toral. El 22 de julio de 1929, el presidente Emilio Portes Gil firmó los acuerdos con el clero para poner fin al conflicto. La jerarquía eclesiástica se comprometió a obedecer la Constitución de 1917.

A pesar de la sangre derramada y de las víctimas del pueblo mexicano, a fin de que el clero mexicano se sujete a las leyes, no cesa en su papel de protagonista de la política nacional. Hace algunos días los medios de comunicación, gracias a Wikileaks, dieron a conocer el cable enviado por la embajada de los Estados Unidos en el Vaticano al Departamento de Estado, informando sobre una entrevista que tuvo el cardenal Juan Sandoval Iñiguez con el embajador Francis Rooney, el 28 de marzo de 2006. En ella, el arzobispo de Guadalajara le pidió al representante norteamericano ver la posibilidad de que el presidente Bush ayudara a detener el avance de Andrés Manuel López Obrador en México y de la izquierda en América Latina. Además, le solicitó la ayuda de la administración norteamericana para construir un santuario en homenaje a los “mártires mexicanos” —los cristeros— en Tlaquepaque.

La petición de “ayuda” para detener el avance de López Obrador es nada menos que la solicitud de que el gobierno de Washington interviniera en los asuntos internos de México. Esto nos recuerda la petición a Napoleón III de Francia para que apoyara la monarquía del príncipe austriaco. Esta política tiene un nombre: traición a la patria.

¿Cuál será la política de los prelados católicos en la campaña electoral que está en puerta? ¿Obedecerán las normas que rigen la vida de las iglesias y sus ministros? ¿Se abstendrán los partidos políticos de pedir el apoyo de los mandos eclesiásticos? ¿Se pondrá la influencia de la religión al servicio de la política?

Como dijera Shopenhauer: “La fe es como el amor, no se puede obtener por la fuerza”.