El presidente Felipe Calderón recomendó a 300 líderes que “si en las próximas elecciones no les gustan los partidos políticos, hagan un partido”; que “si no les gustan los candidatos, sean ustedes los candidatos. Tomen ustedes, líderes de México, a México en sus manos”.

Esa fue su respuesta a las críticas que hicieron varios empresarios y académicos a la educación, el estancamiento económico y la corrupción.

Para decirlo en forma sucinta: el Presidente se lavó las manos.

El mismo día, la OCDE anunciaba que en México hay 7 millones 226 mil ninis, jóvenes de entre 15 y 29 años que ni estudian ni trabajan.

La Secretaría de Educación Pública ya había informado que, de acuerdo con los resultados de la prueba Enlace 2011, más de 9 millones de niños y jóvenes mexicanos se encuentran reprobados en matemáticas y español.

La evaluación arroja que los niveles “más inquietantes”, bajos o mediocres se localizan en esta última materia, sobre todo porque los estudiantes presentan un pobre rendimiento en ejercicios de lectura y comprensión.

Aunque el informe publicado no dio más detalles, se sabe que gran parte de la población que estudia o ha estudiado primaria y secundaria no puede estructurar una frase y menos escribir sin faltas de ortografía.

El rector de la UNAM, José Narro, señaló, después de conocer los resultados, que el promedio de educación en México apenas supera los ocho años y que existen más de 33 millones de habitantes que viven en condiciones de rezago educativo.

Narro ha insistido en edificar una política de Estado que permita remontar el submundo mental, intelectual y cultural en el cual se encuentra atrapado el país.

A nadie, sin embargo —empezando por el gobierno—, le ha interesado convertir la educación en una de las columnas vertebrales del nuevo modelo de nación que necesita México.

¿Qué significa que un mexicano no pueda construir medianamente una frase, que no pueda leer y menos comprender lo que lee?

Significa que se encuentra como individuo y ciudadano en un ámbito similar al de un minusválido mental. Que, aun sin serlo, tiene para los efectos de la productividad y el desarrollo las mismas limitaciones o impedimentos similares a las de un hombre o mujer de lento aprendizaje.

¿Qué futuro puede tener un país cuando una parte importante de su población carece de las herramientas mínimas para comprender lo que sucede en su entorno y participar creativamente?

¿Qué tipo de relación familiar, laboral o comunitaria puede tener un individuo que ni sabe expresar lo que quiere y menos entender lo que otros dicen?

Parece poco trascendente decir que los niños y jóvenes mexicanos están reprobados en español. Sin embargo, lo es todo, porque es la expresión más elocuente de la trágica entraña nacional.

Lo es por ser un reflejo de la mediocridad del sistema educativo, pero también de muchas otras mediocridades. Sin duda de la política, de los gobernantes y de la pobreza integral en la que el mismo ciudadano vive y quedará empantanado por el resto de su vida.

Los últimos secretarios de Educación Pública han ejercido el cargo con absoluta frivolidad. Han convertido una de las áreas estratégicas del Estado y del gabinete en un trampolín para alcanzar racimos de ambiciones.

Ahí está, por supuesto, Alonso Lujambio, más preocupado por buscar una candidatura presidencial que por reivindicar los derechos de los 33 millones de mexicanos condenados a la marginación intelectual y social.

Nadie —ya lo dijo Narro— ha querido dar al problema una solución integral. A la improvisación del magisterio

y a la pobreza endémica del estudiante se suman los destrozos que hacen sobre la conciencia los medios de comunicación.

A los niños, jóvenes y adultos de este país nadie les enseña a hablar. Por el contrario, todo parece conspirar en contra de la formación de individuos pensantes y honorables.

¿Quién cuida o vigila el buen uso del idioma español? ¿Quién  evita que la radio, la televisión o los diarios operen todos los días, a cada minuto e instante, como máquinas reproductoras de idioteces?

La muerte del idioma español no sólo es el fin de la palabra. Es la muerte de la esperanza. Explica los orígenes de la pobreza y de la violencia, de la corrupción y la ruptura del tejido social, de la parálisis económica y falta de competitividad.

Nadie le ha explicado esto a Calderón, a quien sólo le faltó decir a los 300 líderes: “Si no les gusta el presidente, ¡cambien de presidente!”.

Beatriz Pagés