Por Humberto Musacchio

Tachar de terrorismo lo ocurrido en el Casino Royale de Monterrey es, sin ignorar lo monstruoso del crimen ahí perpetrado, una forma equivocada de entender los fenómenos sociales, un exceso retórico de Felipe Calderón y, lo más preocupante, una manera de abrirle la puerta a una mayor intervención de la potencia vecina.

El crimen de Monterrey es resultado de la impunidad. Muchachos que se enrolan muy jóvenes en las filas del crimen, que movidos por el ansia de dinero matan y torturan, acaban por no tener aprecio alguno por la vida. Además, esos delincuentes descubren que su facilidad para segar vidas les permite tener dinero, mujeres y poder, de ahí que se incremente su desprecio por los seres humanos, trátese de sus enemigos, de simples inocentes y hasta de sus amigos, pues son frecuentes los choques entre ellos mismos.

Haría bien la Presidencia de la República en contratar un psicólogo especializado en lo criminal. Este le podría explicar al ocupante de la casa cómo piensan los delincuentes y cómo la acción de matar, que inicialmente es su modus vivendi, pasa a ser un acto reflejo, una costumbre que expresa muy ilustrativamente su desprecio por la ley, por la convivencia, por la vida…

Esos muchachos poco o nada tienen que agradecerle al Estado o a la sociedad. Son víctimas de tres décadas de neoliberalismo, de una educación pésima, de una economía que no crece y no crea empleos. Esos pistoleros son los hijos de la desesperanza, de la mezquindad delamadridista y zedillista, del espejismo fabricado por Carlos Salinas y del desastre en que acabó su gobierno, de la indolencia foxista y de la miseria política, moral e intelectual del presente sexenio.

Los pistoleros de hoy son los niños que fueron educados por la televisión, por las series policiacas gringas que exaltan la violencia y presentan como algo fácil, atractivo y casi normal el asesinato, el robo, el estupro y el desprecio por el prójimo.

Cuando optan o se ven orillados a seguir los caminos sin ley, lo difícil es cometer el primer homicidio, pues luego vienen los demás y el pistolero, sin metáfora, se sabe dueño de la vida y la muerte, lo que es un poder inmenso y desquiciante.

Socialmente, el fenómeno es monstruoso, pero es algo muy distinto al terrorismo, una actividad que con todo y su irracionalidad tiene tras de sí objetivos políticos, metas concretas de carácter político. Lo que estamos presenciando es el despliegue absurdo de la destrucción ciega y la muerte indiscriminada, lo que es propio de un país carente de autoridad. Nada menos, pero nada más.