Por Guadalupe Loaeza
Confieso que yo vi una cebra erguida y excéntrica pasearse por la Zona Rosa en la década de los sesenta… úúúUna cebra?, me dije sorprendida, pero curiosamente interesada úen perseguirla por aquellas movidas calles de Hamburgo, Génova y Liverpool. No quera perderme detalle de su paso, de su expresin y de su deambular provocador.
Yo sabía por información obtenida en mi libro de Taxonomía equina que las cebras tienen excelente sentido de la vista, incluso hay quienes creen (yo soy una de ellas) ¡que ven en colores! Como muchos de los equinos, la posición y forma de los ojos les permite tener un ángulo visual pri-vi-le-gia-do, incluso con un radar de luz nocturna único, por ello en la oscuridad son más hábiles y sigilosas.
Y por si fuera poco, las cebras tienen muy desarrollado el oído, lo que las puede convertir en los seres vivos más melómanos de las especies. Así que con esa información y con mi curiosidad innata, me decidí a perseguir la cebra de la Zona Rosa, no sólo aquella tarde sino que, como dice Agustín Lara, le sigo de cerca sus pasos, aunque la cebra no quiera, desde hace más de 40 años.
“Las anécdotas construyen historias, la historia memoria y la memoria vida para contar”, dice Gabriel García Márquez, y quienes estamos aquí somos cómplices de esa vida para contar, de unas vacaciones en las que hemos sido invitados. Esta vida es la de una cebra que con los años ha aprendido que las rayas no hacen la cebra o mejor dicho que el abrigo no hizo al monje, pero sí lo llenó de hábitos, talentos despiertos desde la infancia. Porque en este memorioso recorrido vital, descrito en las 428 páginas del libro De vacaciones por la vida, están las más hilarantes descripciones que me hacen pensar convencida que se trata de la vida de Pedro Friedeberg es la de una auténtica cebra… Así como Leonora Carrington decía a los cinco años que quería ser un caballo, me imagino que Pedro Friedeberg quiso ser una cebra. No por nada fueron tan amigos.
Cuando pienso en mi juventud y la Zona Rosa, evoco aquellos años en que recorría con mis hermanas de la iglesia de Nuestra Señora de Praga hasta la galería Pecanins. En medio de esa efervescente vida de la metrópoli naciente, estaba la figura de la cebra, del joven pintor que había llegado tras la política de Moussolini siguiendo la idea hitleriana de perseguir judíos italianos. Eran los años cuarenta cuando Pedro conoció México o quizá fue al revés, pero su llegada errante, pues habitó tantas casas como colonias, barrios como escuelas, amigos como aventuras. Motivo que lo llevó años después a memorizar zonas postales que a Souza le impresionaba.
Han pasado más de cuatro décadas en que vi por primera vez una cebra en la Zona Rosa, en que coincidí con este pintor-cebra. Lo pienso mientras estoy sentada en una de sus obras creación que lo han marcado en el arte, su silla-mano. Escribo sobre ella, presiento que una parte de él me pertenece, ya está perenne en casa a pesar de su instinto viajero, vino y se quedó, se instaló. Lo pienso mientras recuerdo esos 40 años de andar de vacaciones con él.
Y hemos vuelto a encontrarnos a lo largo de estos 40 años: en la Zona Rosa, en su casa-museo de la Roma, en las fiestas, en galerías, en un restaurante, con amigos, con su madre, con otros escritores, pintores. Pero siempre tiene esa misma mirada desorbitante de un equino, observa todo, se burla de todos y al final vuelve a ponerle una raya más a su personalidad de equus. Lo recuerdo recientemente, en la Zona Rosa, en el hotel Geneve, como hace 40 llegó, ya sin muchos de los amigos que lo conocieron ahí, pero seguía siendo cebra, ya no era un abrigo, sino era un sombrero cebra. Y pensé, ¡Pedro Friedeberg es una cebra, no cabe duda!