La paz no se escribe con letras de sangre,
sino con inteligencia y el corazón.
Juan Pablo II
El papa más querido por los católicos mexicanos
Por José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
Nadie puede poner en tela de juicio el enorme cariño que millares de mexicanos profesan al papa Juan Pablo II, cuyo largo pontificado se vio marcado por su primera visita a nuestro país en donde no sólo se maravilló ante la imagen de la Guadalupana impresa en la tilma de Juan Diego, sino de la hospitalidad y el cariño que en cada visita pastoral u oficial recibió por parte de esas multitudes que “sabe cantar, sabe rezar y también sabe… gritar”.
Por ello la organización de una procesión de las reliquias del recién beatificado pontífice genera en el imaginario colectivo sentimientos encontrados.
En tanto el poder clerical defiende la iniciativa como un privilegio canónico, algunos líderes de opinión, abiertamente católicos y practicantes, expresan su incomodidad ante actos ubicados en una anacrónica cultura funeraria proveniente del Medioevo.
Muchos se preguntan si el dogma inducido de que la sangre de Juan Pablo II calmará la sangre derramada por la violencia criminal, surtirá efecto y algunos aun dentro del mismo clero exhiben sus temores exigiendo seguridad para las reliquias.
Incluso aquellos católicos que están acudiendo con devoción o curiosidad a observar la ampolleta que contiene una muestra de sangre del Papa Amigo —así como sus ornamentos y algunos objetos personales y de culto— ubican como una acción desesperada de la Iglesia católica mexicana esta liturgia fúnebre organizada en torno al Papa Viajero, por cuya intercesión se busca recuperar la tranquilidad y la paz en nuestras calles, pueblos y ciudades.
Casi todos coinciden en que si el papa polaco aún viviera seguramente habría propuesto fortalecer la oración e invocar a María de Guadalupe a fin de hacerla intercesora del retorno de la paz de los mexicanos.
Por ello sorprende e inquietan estos ritos de muerte, para calmar a la muerte, este peregrinar de sangre para apaciguar sangre, estos ceremoniales luctuosos propiciados por el clero mexicano.
Este gusto y recuperación por los rituales funerarios, abandonados hace décadas por la propia Iglesia, se patentizó recientemente con la arcaica procesión hecha por el arzobispado en torno a la reliquia del beato Juan de Palafox, virrey de la Nueva España y obispo de Puebla, recibido en la Plaza de la Santa Veracruz y conducida con un protocolo virreinal novohispano que ni por interés escenográfico logró convocar a la feligresía, a pesar de las cordiales y constantes invitaciones clericales.
Pese al acendrado mito del culto mexicano por la muerte, las solemnes exequias orquestadas por el gobierno federal en torno a cráneos, tibias y peronés de los héroes del movimiento de Independencia generaron tumultos, como se constató en la deslucida ceremonia con la que Felipe Calderón reintegró a la Columna de la Independencia las urnas que contienen los restos mortales de los próceres de nuestro movimiento libertario.
Seguramente algunos prominentes sacerdotes apuestan al fervor de la buena gente de provincia para lograr concentraciones importantes en torno a la ampolleta que contiene la sangre del papa polaco; sin embargo, en la muy ferviente y ultracatólica Guadalajara, el homenaje despedida al cardenal Sandoval, también se vio muy deslucido a pesar de las instrucciones del católico gobernador Emilio González de abarrotar el Teatro Degollado y su explanada, para vitorear al clérigo a punto del retiro y agradecerle con ello la conducción pastoral de ese baluarte episcopal.
Constatar esas reacciones sociales acreditan el alejamiento y las falsas ideas que autoridades civiles y religiosas tienen de los mexicanos, y ello demuestra su miopía al considerar que el pueblo es manipulable, que la sociedad sigue requiriendo del tutelaje del autoritarismo gubernamental y clerical, y que las comunidades no piensan, por lo que sosteniendo una cultura que promuevan exhibición sobre reflexión, se mida más por impactos que por convicciones, sostendrán su poder y el avasallamiento social.
Nadie duda ni niega el profundo amor y afecto que muchos mexicanos profesan por un pontífice lleno de vida espiritual, pleno de fe y misericordia, un líder que supo conducir su carismático papado a la reflexión y a controversiales cambios, y que —contrariamente a la estrategia desplegada por el clero mexicano— vivió convencido de que no es con letras de sangre —aunque sea pontifical— que se escribe la paz, sino con inteligencia y amor, virtudes que muchos mexicanos exigimos a las cúpulas del poder, sean civiles o clericales.