Ricardo Venegas

Francisco Torres Córdova (Ciudad de México, 1956) estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la unam. Es autor de los libros de poesía La ranura del ojo (1981) La flauta en el desierto (1994), Así la voz (2006) y Berenice (inédito), y del ensayo La alcoba y el prado (1981) sobre Ramón López Velarde. Ha traducido parte de la obra en prosa de Odysseas Elytis, Prosa, seis ensayos (2001) y Crónica de una década (2008), y prepara una selección de su poesía, así como una antología de la poesía griega contemporánea. Ha pertenecido al Sistema Nacional de Creadores de Arte en dos ocasiones (2001-2004 y 2004-2007). El editor y colaborador regular de La Jornada Semanal abre la charla.

—He sido más lector de la literatura griega moderna y contemporánea que de la clásica griega y latina. Sin embargo, no se puede dudar de la fuerza formativa y el disfrute inherentes a la lectura de la Odisea, la Iliada o la Eneida, o de autores como Marcial, Catulo, Safo, Arquíloco o el multifacético Platón. El viejo lugar común de que ellos son los maestros tiene muchas razones para seguir siendo muy vigente y su lectura, entre muchas otras cosas, ayuda a no olvidar la verdadera dimensión de lo que uno pergeña, lo cual es muy sano. Con enormes poetas y escritores contemporáneos, como Borges, Mahmoud Darwis, Rubén Bonifaz Nuño, Ramón López Velarde, por citar algunos ejemplos, afortunadamente sucede lo mismo.

—¿Podrías abundar en cómo te descubres traductor?

—En el séptimo año de los doce que viví en Grecia, Hugo Gutiérrez Vega, entonces embajador de México en Ateneas, me invitó a participar en un pequeño proyecto. Se trataba de hacer una muy breve antología de poetas griegos contemporáneos en la que colaborarían varios traductores. En principio me negué, interponiendo varios pretextos e inseguridades respecto a mi conocimiento del griego moderno. Pero Hugo insistió de manera extremadamente amable y perentoria. Para entonces trabajaba con él en la embajada y era su intérprete en algunas de sus presentaciones, pláticas y conferencias, del griego al español y a la inversa. Hacía lo que se llama interpretación consecutiva. Sin embargo, intentar la traducción de poesía era un asunto sustancialmente distinto y dudaba mucho. Pero así fue como me inicié en la traducción. De ahí surgió el pequeño volumen colectivo Once poetas griegos, que publicó en México la editorial El Tucán de Virginia en 1994. Poco después, una persona muy querida puso en mis manos el primer libro de Odysseas Elytis que leí, Camino privado, seguido de Avante despacio, un pequeño volumen —apenas unas treinta páginas en el segundo tomo de la obra en prosa de Elytis, En blanco— escrito en esa prosa ensayística y poética del noble griego, y que despertó en mí con mucha fuerza el deseo y entusiasmo —palabra muy griega— por pasarlo al español, literalmente con el único ánimo de compartir aquello que me había fascinado. Tardé dos años en traducirlo. Para mí la traducción era —y es— una forma muy seria, rigurosa y comprometida de compartir con los demás, con amigos, un texto que me ha parecido importante y me ha dado un gran gozo leerlo.

—Cuando traduces ¿queda algo de la originalidad del texto al pasar por las fronteras de la traducción?

—Sí, pero depende mucho del texto original y del traductor y su lengua materna. Y es que, para decirlo de una manera un poco esquemática, el poema es un ente, una criatura muy frágil y vulnerable a veces no sólo ante la traducción, sino también ante la buena o mala lectura; pero la poesía, si es genuina y de genio, es muy poderosa. Hay grandes poemas que han sobrevivido a las muy buenas intenciones de muy malos traductores. Y aunque también seguramente ha ocurrido lo contrario, es decir, textos de gran nivel que en la traducción languidecen y se diluyen, en mi opinión, si de verdadera poesía o literatura hablamos, el original siempre resonará en la traducción. Un lector atento puede darse cuenta de que el texto original, aunque no conozca la lengua en la que está escrito, es espléndido, y que la traducción, más allá de sólo transformarlo, lo cual en una cierta medida es inevitable, lo destruye o desvirtúa en grado mayor. Y aunque hay traducciones que han adquirido el rasgo de clásicas por su calidad y tradición, en rigor, me parece, no hay traducciones definitivas. Toda época retraduce a sus clásicos y a sus autores emblemáticos en espacio y tiempo. La traducción está siempre en movimiento, en renovación. Todo ese impulso proviene precisamente del original.

—¿Cómo complementas tu trabajo poético con el de la traducción?

—En el ir y venir de una lengua a otra en la traducción, lo que está en juego de manera multidimensional, a la vez vigorosa y sutil, es el lenguaje; quiero decir, el lenguaje del poema, sus palabras, su intención y su mundo. Por eso traducir es escribir, una idea bastante generalizada, Elytis llamó al volumen en que reunió sus traducciones de Rimbaud, Lautréamont, Éluard, Pierre Jean Jouve, Ungaretti, García Lorca y Maiakosvky, precisamente, Segunda escritura. La relación es extremadamente cercana y enriquecedora de alientos e influencias deseables y asimilables, pero también arriesgada: si no se mantiene, más allá del trabajo en sí de la traducción, una distancia muy bien definida y disciplinada entre el texto que se traduce y el propio trabajo de escritura, no es muy difícil que se genere la posibilidad de la imitación o el pastiche. Pero eso en realidad también puede ocurrir con la lectura de los autores que nos marcan. La propia voz, en esencia, nunca es del toda propia, pero no ha de ser exclusiva o mayoritariamente un amalgama desordenada de las ajenas. La traducción literaria, de poesía, es un intenso acercamiento al Otro, al texto ajeno en persona y lengua, y como tal, exige que se respete la distancia que da aire y aliento a la identidad de ambos, el texto-autor original y el propio trabajo poético, de otra manera, en lugar de complementarse, enriquecerse —sobre todo quien traduce— se sofocan, se destruyen.