La enigmática sonrisa
Por Guadalupe Loaeza
El 21 de agosto de 1911 se robaron del Museo de Louvre la pintura que ha causado más fascinación a lo largo de los siglos: la Gioconda, mejor conocida como Mona Lisa, obra maestra de Leonardo da Vinci. El poder que la pintura ha ejercido sobre la mirada del espectador ha sido en parte por la sonrisa enigmática, misteriosa y cautivante que lleva. En seguida ponemos a su consideración la carta que nos imaginamos que la señora Lisa le escribiría al célebre pintor al respecto.
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Florencia
Estimado maestro:
Cuando mi marido le encargó que pintara mi retrato, en 1503, nunca sospechamos que iba a tardarse tantos años en acabarlo, que nunca nos lo entregaría, que se lo llevaría a Francia, en donde ha permanecido desde principios del siglo 16 y que terminaría en exhibición, protegido por un vidrio en el palacio convertido en el centro de arte más famoso del mundo: el Museo de Louvre.
Mucho menos nos imaginamos la inmensa celebridad que iba a adquirir ese pequeño retrato pintado en una tabla de madera de álamo, que mide apenas 80 centímetros, ni los análisis, juicios y estudios sobre su técnica del sfumato, que consigue que las formas parezcan fundirse las unas con las otras para darle ese aire etéreo y neblinoso, ese insinuante y delicado claroscuro que tanto ha intrigado a los historiadores de arte a través de más de 500 años.
Quién iba a suponer que, además, la Mona Lisa o la Gioconda, como también se le conoce, sería una de las principales obras de la historia del arte y la más cara del mundo en el siglo 21. Pero lo más extraordinario y lo más increíble, lo que más ha causado análisis, especulaciones, interpretaciones, observaciones y reflexiones ha sido la sonrisa que esbozo en el retrato. Cinco siglos después, la gente sigue considerándola un gran misterio.
A pesar de que el renacentista Giorgio Vasari, su biógrafo, escribió a mediados del siglo 16: “Ya que Mona Lisa era tan hermosa, Leonardo siempre empleaba, mientras pintaba su retrato, a personas que tocaran algún instrumento o cantaran, y a bufones, para que la mantuvieran alegre, a fin de evitar la melancolía que los pintores suelen proyectar en sus retratos. Y en esta obra de Leonardo había una sonrisa tan agradable, que se contemplaba algo más divino que humano y se consideró como maravilloso, ya que la realidad no era más viva”.
Expertos, psicoanalistas y demás interesados han insistido a través de más de cinco siglos en interpretar mi enigmática sonrisa cuando, en realidad, recuerdo que yo trataba de conservar una postura seria, tratando de no reírme abiertamente de las payasadas de los bufones.
El caso, caro maestro, es que infinidad de investigadores han tratado de explicar por qué mi sonrisa ha sido vista de maneras tan diferentes por la gente. Las explicaciones se extienden desde teorías científicas sobre la visión humana hasta las más extrañas suposiciones sobre mi identidad y sentimientos.
Pero, en verdad, usted es el auténtico enigma, la personalidad que fascina, el que ha ejercido un irresistible atractivo, el que ha provocado una necesidad de diseccionarlo es usted; más que mi sonrisa, usted es el indescifrable. Un personaje absolutamente fascinante. Hombre múltiple era usted. Su cualidad máxima fue el don que tenía de ubicuidad intelectual. Conocedor de las matemáticas, abarcaba todas las ciencias y, por antonomasia, hombre universal. La amplitud de sus intereses y conocimientos era insuperable.
Fue constructor y urbanista, arquitecto, escenógrafo, músico, geólogo y cantante. Inventó un sistema de irrigación, una máquina teatral que presentaba en sus órbitas a los planetas. Diseñó máquinas para volar o para navegar debajo del agua, cañones de vapor y carros blindados. “Crear, construir, eran para él operaciones indivisibles, del acto de conocer y de comprender”, escribió el autor francés Paul Valéry.
Todos los conocimientos se articulaban en su existencia y todos lo inducían a la creación. Dejó usted una huella extraordinaria de esto en sus Cuadernos.
Sin embargo, realmente, ignoramos todo de su vida privada. Tal vez nunca se casó y sin duda no tuvo descendencia, pero dada la relevancia que tuvo como genio, se decían cosas. ¿Recuerda el escándalo que sacudió a Florencia en 1476? Usted tenía sólo 24 años, pero ya se había abierto el camino de la gloria y lo acusaron junto con tres de sus condiscípulos por haber sodomizado a un tal Jacopo Saltarelli, joven modelo del taller de Verrochio, mas prostituto notorio también. Por falta de pruebas fue absuelto, pero esto le afectó profundamente.
Más tarde, en 1490, se llevó a vivir con usted a un pequeño de 10 años, Giacomo, con cara de ángel, al que usted llamaba Salaï, que significa malhechor o demonio. No era aprendiz de pintor, puesto que no tenía ningún talento más que el de mentir y robar. ¿Qué se podía pensar de un hombre maduro con un niño de 10 años?
A quien más despertó interés su enigmática personalidad fue al famoso doctor Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. Fue el primero en querer descifrarlo y explicar las inhibiciones de su vida sexual y su actividad artística. Según Freud, el hecho de que usted fuese hijo natural, le constituyó un problema de ilegitimidad, y ello contribuyó al desarrollo de sus inhibiciones sexuales, a la formación de su homosexualidad y hasta el rechazo de toda sexualidad. ¿Pero quién puede penetrar en el misterio de Leonardo da Vinci?
Además, usted tenía la incomprensible manía de nunca terminar ninguna de sus empresas, ni sus pinturas, ni sus esculturas, ni sus inventos, todos ellos diseñados con un talento de precursor verdaderamente increíble.
El hecho de no haber terminado nada o, tal vez, muy pocas de sus obras, y que sólo haya dejado 15 obras pictóricas para la posteridad, ha permitido dar rienda suelta a las fantasías más extravagantes de los historiadores de arte, críticos y escritores, en los que ha suscitado las interpretaciones más alucinantes y las deducciones más absurdas. Me remito a la prueba, permítame contarle lo último que su personalidad y algunas de sus obras maestras, entre ellas mi retrato, han provocado.
He aquí que en el año 2003, el hijo de un prestigioso profesor de matemáticas y de una compositora de música sacra, nacido en Estados Unidos, Dan Brown, publicó un libro cuyo título lleva el nombre de usted, El código da Vinci. Seguramente que usted, con su insaciable curiosidad sobre todas las cosas, se interesaría por leer este libro de 565 páginas, tan apasionante como novela policiaca, pero tan poco creíble según los expertos.
Pero para el autor, la sonrisa no representa ningún misterio. Para él, usted era un bromista y es muy posible que mi retrato sea, en realidad, su autorretrato, vestido de mujer. Además, agrega que no sólo mi cara tiene un aspecto andrógino, sino que mi nombre es un anagrama de la divina unión de lo masculino y lo femenino. O sea el de los dioses egipcios de la fertilidad, el de Amon y el de Isis, cuyo antiguo pictograma fue durante una época L’ISA. Por lo tanto, resulta AMON L’ISA. Y eso, mi querido maestro, se supone que es su secretillo y lo que explica la enigmática sonrisa de la mujer del cuadro. ¿Qué diría mi esposo, que le encargó personalmente mi retrato?
Para terminar, nada más quiero decirle que para Brown, como usted era miembro del Priorato de Sión, conocía el secreto del santo cáliz, mismo que no aparece sobre la mesa de su pintura de la Ultima cena. Por añadidura, la figura que se encuentra cerca de Cristo, según el autor, es María Magdalena, su esposa, y no un hombre como siempre se ha pensado.
Noble y eterno Leonardo da Vinci, los valores que encarnan su genio sobrepasan las fronteras del tiempo y del espacio. Cuando se usa la vida como usted la usó, para el servicio del bien, la verdad y la belleza no se muere nunca. ¡Resígnese! Cada época inventará su Leonardo. Acepte todavía nuevos deberes: los de la inmortalidad.
Respetuosamente, Lisa Gherardini.