Gerardo Cornejo
Como la obra de Edmundo Valadés es ya tan conocida en nuestro medio me adjudico, esta vez, el privilegio de referirme a otra región, menos frecuentada pero no menos interesante, de su personalidad: la del Edmundo compañero; la del ser humano que vivió detrás del Valadés escritor, periodista o editor que todos conocimos.
Su partida final me da permiso entonces para internarme en su familiaridad. Y al primero que encuentro es al Edmundo de los momentos amables que departimos siempre al término de algún encuentro de escritores a los que ambos asistíamos frecuentemente. Luego lo recuerdo en su casa, o en la mía, cuando compartíamos el pan y el vino y, después de unos buenos tragos, declarábamos, contundentes, que la profesión más antigua del mundo no era la que siempre suele invocarse como tal, sino… sino: la de contar. Porque, como él decía, “el hombre necesita contar lo que cree, sueña o ve”, porque “desde hace milenios somos la misma ansia de capturar, en un testimonio perdurable, la realidad o el sueño que nos rodea”.
La memoria me sigue dando permiso y entonces me encuentro con el Edmundo fraterno que recibía siempre a los que compartíamos su amistad con aquel trato sólo posible en los seres que, como él, nacieron propensos al afecto; aquél cuya generosidad lo llevó a dedicarse más a los otros escritores que a sí mismo. Porque ¿quién de sus amigos (que compartimos con él este “vivir el cuento” y este “vivir del cuento”) no fue alguna vez beneficiado con alguna de sus certeras observaciones hechas con esa sonrisa de pan que le daba su desarmante humildad? ¿y quién de nosotros puede negar su sorpresa ante su inapagable capacidad para el asombro que conservó siempre intacta?
Y es que muchos debemos mucho a Edmundo Valadés. Lo primero es su cálida amistad. Luego el habernos regalado el privilegio de convertimos en lectores adictos a la revista más prestigiada del género del cuento en América Latina. Después el inefable paseo onírico por el Libro de la imaginación y las cinco colecciones de Los cuentos de EI cuento que todos atesoramos en los anaqueles de la memoria. Y,” antes de todo eso, está el regalo de su propia obra como autor y exponente poco común del género con: La muerte tiene permiso, Las dualidades funestas, y Sólo los sueños y los deseos son inmortales palomita. Sólo nos quedó debiendo aquel libro inédito que todos le apremiábamos; aquel del que él mismo se quejaba diciendo: “vivo y sufro dentro de mí un libro propuesto, del que no he sabido organizar su visión”. Desde hacía tiempo que nos había confesado ese peso, y por lo mismo, le seguíamos pidiendo que estas páginas no escritas que le dolían, se las arrancara lo más pronto posible para que pudiera decir que nada nos debía y que supiéramos que se había liberado de esa “inedición” dañosa.
Sigo abusando del permiso y me interno más en la confianza del Edmundo amigo para seguir contando a Valadés y recordar su insistencia en que contar es “también un coraje, un arrojo, una cálida y ansiosa desesperación por poder transmitir el reflejo de la realidad o el sueño acumulados en la conciencia” y su convicción de que escribir es una inmersión en las solitarias profundidades de uno mismo; en los campos de la otra realidad de la que no se tiene memoria si no se escribe; un desplazamiento en alas del inefable placer de sentir cómo salen de la punta de los dedos las ideas todavía empapadas en placenta mental, los sentimientos todavía húmedos de entraña, la creación acabada de parir.
Por eso es, querido Edmundo, que “sólo los sueños y los deseos son inmortales” y que lo demás: perece.
Y es que “la vida es de todos” y el sueño, como repetía él, “el único pan de los pobres” que, agregaría yo, jamás podrá serles arrebatado.
¿Corno entonces no responder con entusiasmo ante la posibilidad de confabularnos para cocinar un reconocimiento a Valadés? y ¿cómo no decirle: —ahora va la nuestra— al pensar en el generoso homenaje que le tributaron los jaliscienses en la III Feria Internacional del Libro en la que Marco Aurelio Larios lo “cuentió” con sus periquetes tapatíos aquellos de: “Sentencia I”: todo hombre tiene un cuento por contar;
“Socrático*’: cuéntate a tí mismo;
“Solidaridad I: ¿cuento contigo?;
“Sentencia II”: cuento sano en mente sana;
“Ley del Talíón”: ojo por ojo, cuento por cuento;
“Cuentofobia”: no cuentes conmigo;
“Infantil”: cuenta las tablitas yo ya las cuentié;
“Sabiduría popular”; no le hagas al cuento:
“Boxístíco”: lo descontó de otro cuentazo:
“Médico”: contarse en salud;
“Hollywoodense I”: contando bajo la lluvia:
“Hollywoodense II”: lo que el cuento se llevó;
“Institucional”: el cuento somos todos;
“Solidaridad II”: cuéntame tus penas;
“Revolucionario”: si me han de contar mañana, que me cuenten de una vez.
¿Y cómo resistirnos a recordarle algunos microcuentos entresacados de su propia revista?, como aquellos de:
—”Gajes del Oficio”. Era tan eficiente su microscopio, que una vez una amiba le mordió un ojo. (Juan R. Manjarrez. El Cuento III,112).
—”Amnesia”. Estuvo profundamente enamorada de su marido hasta que recuperó la memoria, (Adriana Valadés. El Cuento III,112).
——”Liliput”. Durante varios años recorrieron el mundo en busca de Liliput y cuando llegaron descubrieron, con desaliento, que no cabían. (Roberto Luis Romero. El Cuento III,112).
—”Y…”. Los llantos no cesaban… hasta que la casa cuna comenzó a mecerse. (Víctor Flores Gómez. El Cuento )
—”Homérica”. Esas lastimeras sirenas que recorren las calles en busca de Ulises. (El Cuento)
•—Intenté suicidarme gritando ¡muera el PRI! y recibí una ráfaga de invitaciones. (G. Zaid. El Cuento)
¿Cómo no reconciliarse entonces con la institución del homenaje a la memoria del más persistente y eficaz promotor del género cuentístico que haya tenido nuestra república de las letras? De él que, cual padre protector de la cuentalia mexicana, le dedicó dos veintenas y media de años.
Me regocijo entonces de que la vida me haya dado permiso para evocar la calidez de su amistad y proclamo que si Edmundo no hubiera existido, habría que inventarlo y hacerlo nacer de nuevo en Guaymas donde dejó perdida una niñez que nos empeñábamos en recordarle porque ya se le había olvidado que la olvidó, y voto porque vivir el y del cuento y de su memoria, sea cuento de nunca acabar.

