Carlos Olivares Baró

Retrato: (del latín retractus). Descripción de la figura o carácter de una persona. Expresión plástica de un sujeto a facsímil (pintura, escultura, fotografía). Pretensión de mostrar semejanza de la personalidad incluyendo estado de ánimo. Su origen se remonta al siglo V a. C cuando se estamparon sobre monedas las figuras de los reyes persas. Literatura: descripción minuciosa y extensa de un personaje, presentando sus cualidades físicas y morales en una fusión de todos los posibles enfoques “pictóricos”. Visión del otro.

“Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”. (Quijote, Capítulo I. Cervantes).

Todo acto de representación se convierte en mueca. Cuando encarno al ajeno lo hago desde mis gestos. ¿El icono reproduce las características generales del objeto, como nos quieren hacer creer algunos semiólogos? En la operación de esbozar está el sedimento de cualquier configuración. Plasmo la efigie de lo que dice el otro desde la extrañeza. El fulgor del azogue entinta la caligrafía. El espejo desnuda, absorbe, sobresee: lo que veo en la platina es fábula de luz. El postulado rimbaudiano me asedia: yo en el distinto: el diferente en mi disposición. “Nos equivocamos al decir: yo pienso; deberíamos decir: alguien me piensa. Yo es otro”, escribió el autor de El barco ebrio. Puente de trazos que trasladan a coordenadas anónimas. Amarraderos donde atracan embozos retadores. Me describen aquellos que intentan dibujar mis ritmos ante la imposibilidad de aprehenderme. Mis guiños son arcabuces: pólvora de mi acuosa presencia. Quien me dibuja se perfila a sí mismo: se complace con sus mohines trotando en mis pleuras de fragilidades en acecho. La voz se desperdiga por zanjones inhóspitos: tránsito hacia la opacidad: albor en los cendales.

Población de la máscara (Editorial Almadía, 2010), de Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1946), está conformado por 62 poemas que desabrigan al mismo número de creadores contemporáneos en una suerte de matrícula de espectros que autonarran especificaciones: sílabas extraviadas, grietas, voces errabundas… El pasaporte de Andy Warhol “tiene, en vez de mi fotografía, / la copia de una lata de sopa Campbell’s”. Alberto Durero confiesa que su “forma de mirar es un taladro”. Francisco Toledo con sobriedad verbal, comenta que prefiere el brote de “líneas / con sapos y chapulines”. Yasumasa Morimura quisiera ser la Jodie Foster del Taxi que conduce De Niro.

Toda mirada abre cifras sobre insomnios de caballos fatigados: el ojo imanta y jalonea los galopes.

¿Autorretratos? ¿Confesiones contemplativas? ¿Especulaciones que emergen del atisbo íntimo? Estos poemas del autor de La isla de las breves ausencias son, más que todo, un vademécum de abrumadoras presencias arraigadas en sus pupilas. Remembranzas metonímicas en arrojos simbólicos. El poeta presume episodios y desnuda al biografiado espigándole la voz: lo expone ante nuestra vista, nos hacemos cómplices de espejismos: José Luis Cuevas violará a la modelo “con el lápiz del Águila”; Basquiat se come una cazuela entera de arroz con pollo mientras Miles Davis ejecuta un blues de algodones tristes; Rulfo se anida sobre el volcán y mira a Comala ardiendo en su abandono; en el sombrero de Duchamp un alfil zahiere a la noche; Otto Dix lee folios de Nietzsche cruzados con capítulos bíblicos; el nigromante Magritte “pinta palomas / antes de que salgan volando del huevo”; en una carta empapada de ahogo Vincent le pide a su hermano “enyesen mi corazón / cuando se detenga”; el chino-cubano Wifredo Lam baila un mambo con Lao-Tsé…

En De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios Hernández escribió “… miro la música de Schumann / como se ve un libro, una moneda / o una lámpara”: las estrofas de Población de la máscara han brotado de la sospecha, de los intersticios que abre la poesía en las espirales de la calinosa ronda. Runas, trazos y montos de un Francisco Hernández en inundado imaginario de refulgencias.