Procuraduría, sólo un paliativo

Por Raúl Jiménez Vázquez

La congruencia
—igualar la acción con el pensamiento— es uno de los valores más preciados, también es una manifestación del grado de crecimiento o desarrollo humano que ha alcanzado un individuo. Tal es su importancia que a juicio de Carl Rogers, Abraham Maslow y otros autores identificados con la corriente de la psicología humanista —la llamada tercera fuerza—, la actitud congruente, la genuinidad, la conducta sin máscaras o dobleces del terapeuta, constituye el ingrediente básico del proceso del autoconocimiento y del cambio constructivo del paciente.

La congruencia se asocia ineludiblemente con la empatía, consistente en la aptitud de ponerse en los zapatos del otro, la capacidad de mirar el mundo a través de su perspectiva o marco de referencia y tener el sentimiento del porqué su mundo es tal cual.

El escalamiento de los niveles de incongruencia y ausencia de empatía finalmente desembocan en el mórbido terreno del cinismo, la hipocresía y la manipulación. En sus efluvios extremos adopta la forma de una grave y delicada patología susceptible de encuadramiento en alguna o más de las categorías taxonómicas descritas en el famoso Manual de diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, más conocido como DSM-IV.

Según ese texto especializado, los sociópatas o psicópatas mienten sistemáticamente, hacen gala de una incapacidad escalofriante para tratar a los demás como seres humanos, no les inquieta el dolor y el sufrimiento que les aqueja, muestran una increíble falta de interés por los devastadores efectos de sus acciones; todo ello sin experimentar remordimientos o culpas.

El tema al que nos estamos refiriendo ha sido una preocupación recurrente en el campo de la sociología política. Son de destacarse los aportes hechos por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, por Santiago Ramírez en El mexicano, psicología de sus motivaciones, por Roger Bartra en La jaula de la melancolía y, recientemente, por Agustín Basave en Mexicanidad y esquizofrenia, los dos rostros del mexicano.

En la presente administración, la incongruencia y la carencia de empatía han alcanzado dimensiones nunca antes vistas. Una muestra palpable es la guerra antinarco cuya trágica senda de horror, muerte y desprecio a la dignidad humana a nadie escapa: más de 50 mil vidas humanas tronchadas, más de 10 mil desaparecidos, más de 50 mil huérfanos, más de 120 mil personas desplazadas.

Pese al estremecimiento que provoca la mera mención de esos datos y no obstante que en el plano supranacional está latente el eventual ejercicio de los poderes punitivos de la Corte Penal Internacional, en la renovada ceremonia litúrgica del 1º de septiembre el presidente Felipe Calderón refrendó su voluntad de mantener inalterado el fracasado enfoque militarista que se ha venido desplegando en contra del crimen organizado desde los primeros días de su gestión.

Es decir, se anuncia, ni más ni menos, que seguirá habiendo más muertos, más desaparecidos, más huérfanos y más desplazados. Empero, ahora las víctimas del conflicto armado interno no estarán solas ni desprotegidas; ellas o sus familias serán arropadas por una procuraduría ad hoc cuya misión será paliar, restañar o cerrar las heridas provenientes de una decisión de Estado que ya fue elevada a la categoría de un dogma inconmovible.

Un muy denso problema ético subyace en esa medida gubernamental. Lejos de atacar la fuente primigenia del dolor que ellas mismas han provocado, las autoridades se están limitando a ordenar la aplicación de un paliativo a seres humanos cuyos nombres y apellidos en su inmensa mayoría aún se desconocen. Evidentemente nada de esto tendrá impacto alguno sin la previa creación y puesta en marcha de una comisión de la verdad.

También está a flor de piel una preocupante cuestión jurídica dado que dicha acción no es acorde a la normatividad internacional a la que está sujeto el Estado mexicano.

De acuerdo con esos instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos, sobre los hombros de los Estados gravitan tres deberes fundamentales: I) prevenir, investigar y sancionar toda violación a los derechos humanos, II) efectuar las reparaciones materiales, morales y honoríficas de los daños causados a las víctimas, según la fórmula conocida como restitutio in integrum, y III) garantizar la no repetición de los ataques a la dignidad humana.

El nuevo organismo de procuración de justicia, el de la atención a las víctimas, fungirá como una especie de cortina de humo. Ni en el decreto de creación suscrito por el Ejecutivo federal, ni en los subsecuentes discursos mediáticos, se ha dicho palabra alguna acerca de los  procedimientos de responsabilidades que es ineludible instaurar en contra de los autores de las transgresiones a los derechos humanos, ni en relación con las reparaciones a favor de las víctimas. Tampoco se han dado a conocer las medidas estructurales de corto, mediano y largo plazo que serán instrumentadas con el propósito de impedir la repetición de los hechos irregulares.

Esta incongruencia gubernamental, rayana en lo patológico, de ninguna manera puede pasar inadvertida ante la opinión pública.