Denuncia ante la Corte Penal Internacional
Por Raúl Jiménez Vázquez
En días pasados se dio a conocer la noticia de que un grupo conformado por académicos, periodistas, activistas de derechos humanos y caricaturistas interpondrá una denuncia ante la Corte Penal Internacional en contra del presidente Felipe Calderón, algunos miembros de su gabinete, el Chapo Guzmán y otras personas más, a quienes se les imputa la comisión de presuntos crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad.
Extraoficialmente se ha difundido que esa iniciativa fue vista con franco desdén en el interior del gobierno federal debido a que en el párrafo octavo del artículo 21 constitucional se dispone que el Ejecutivo federal podrá, con la aprobación del Senado, en cada caso concreto, reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. Tal condición —así se percibe en la cima del poder político— hará que la denuncia sea de suyo improcedente puesto que la Cámara Alta aún no ha otorgado su beneplácito a fin de que dicho tribunal pueda ejercer las facultades de naturaleza punitiva que le son inherentes respecto al espinoso asunto de la guerra antinarco.
Vistas así las cosas, la calma chicha que se respira en Los Pinos pareciera tener un punto de anclaje con la realidad normativa prevaleciente en nuestro país. Sin embargo, el examen de la cuestión a la luz del derecho internacional conduce a un escenario diametralmente distinto.
La Corte Penal Internacional surgió a la vida jurídica a raíz de la aprobación del famoso Estatuto de Roma, en el mes de julio de 1998, en el seno de una conferencia diplomática ad hoc promovida por la Organización de las Naciones Unidas; ahí quedaron codificados y se mejoraron sustancialmente los principios basales del derecho penal internacional, consecuencia histórica del juicio instruido por el Tribunal de Nuremberg en contra de los jerarcas del partido nazi.
Los Principios de Nuremberg fueron reconocidos por la ONU y se proyectaron a toda la humanidad en forma de normas imperativas de derecho internacional general que no admiten acuerdo en contrario; asimismo sirvieron de base para sustentar la creación de los subsecuentes órganos de la justicia criminal internacional: el Tribunal de Ruanda, el Tribunal de la ex Yugoslavia, la Corte Especial de Sierra Leona, los Páneles de Timor Oriental y las Salas Extraordinarias de Camboya.
México es miembro del Estatuto de Roma desde el 1º de enero del 2006. Al suscribir y ratificar este instrumento de derecho convencional internacional consentimos y quedamos sujetos a las reglas específicas que se contienen en sus artículos 5 y 120: I) la jurisdicción de la Corte es inherente, es decir, se surte de manera automática en relación a todos los crímenes objeto de su competencia material, por lo que no es menester recabar el consentimiento de los Estados para proceder en cada caso específico; II) los Estados tienen estrictamente prohibido formular reservas, esto es, no pueden excluirse ni total ni parcialmente de la aplicación de sus preceptos; lo que impera es la regla del todo o nada: o se está adentro o se está afuera.
En consecuencia, si el Estado mexicano hizo suyo en sus términos el articulado del Estatuto de Roma y con ello decidió someterse de manera incondicional y absoluta a los poderes jurisdiccionales del tribunal internacional ahí contemplado, evidentemente no puede hacer excepciones a dicha aceptación. Dos apotegmas jurídicos derivados de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 corroboran a plenitud esta aseveración. El primero, conocido como la regla Pacta sunt servanda, dispone que todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe. El segundo, establece categóricamente que ningún Estado puede invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado.
Así pues, las certezas que se están tejiendo en Los Pinos en torno a la supuesta improcedencia de origen de la denuncia son equiparables a la pretensión de detener una estampida de búfalos mediante el tendido de una simple red de telaraña.
Una vez clarificado ese aspecto medular, es pertinente mencionar que la denuncia posee méritos intrínsecos para que se ordene la apertura de una investigación preliminar o ad limine. Por un lado, están dadas las condiciones para que se actualice la competencia supletoria o complementaria de la Corte Penal Internacional, ya que las autoridades nacionales no quieren o no pueden llevar a cabo la investigación y enjuiciamiento de los presuntos responsables de las violaciones a los derechos humanos que ha conllevado la equívoca estrategia militar de lucha contra el crimen organizado. Por el otro, los hechos motivo de la notitia criminis no son manifiestamente ajenos a los elementos tipificatorios de los crímenes que interesan y trascienden a la comunidad internacional en su conjunto.
Todavía es tiempo de alejar al país de una deshonra de este calibre y en ese sentido resulta imprescindible seguir los dictados del Estatuto de Roma. Hay que hacer acopio de una verdadera visión de Estado y ventilar este ignominioso asunto penal en el plano interno antes de que las instancias internacionales se avoquen a su conocimiento.
Para ello, sin lugar a dudas, deberá procederse haciendo gala de una genuina voluntad política dirigida hacia la efectiva materialización del binomio inseparable de la verdad y la justicia.
