El pronunciamiento de los 46
Por José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
Muchos, por complacer al tirano,
traicionan a sus hermanos.
Emiliano Zapata
Con arte y maña, Beltrones, Creel y Ebrard colaron a la agenda política el tema de los gobiernos de coalición, logrando con ello un espacio mediático a fin de tratar de alcanzar a los punteros de sus respectivos partidos políticos en pos de la candidatura a la Presidencia de la República.
Mucho se ha escrito a favor o en contra de la propuesta avalada en lo general por ilustres firmas del mundo de la academia y de la política, quienes respaldaron con sus firmas el desplegado ¡Coalición ya!, publicado en todos los diarios nacionales el pasado 10 de octubre.
Del contenido del manifiesto se alberga la esperanza de regenerar el Estado mexicano, acotando el presidencialismo y rescatando el parlamentarismo explícito consagrado en el artículo 44 de la Constitución de Apatzingán, acuerdo que marcó la prelación de invocar primero al Poder Legislativo, seguido del Ejecutivo y finalizando con el Judiciario, en estricta consonancia al principio rector de que la soberanía reside en el pueblo, y siendo el Legislativo el representante de ese pueblo, es pues a ese poder al que le corresponde encabezar la división del supremo gobierno.
Tal óptica se infería con base en la propuesta plasmada en el texto del pronunciamiento de los 46, consistente en generar una “coalición de gobierno basada en un acuerdo programático explicito, responsable y controlable”, premisa esta última que da pauta a considerar que el control social se debe ejercer desde el Congreso, que sería —como en toda democracia parlamentaria— el nicho de origen de la alianza partidista propuesta para legislar, gobernar y administrar el Estado.
Asuntos tan torales debiesen ubicar, como objetivo, la construcción de un “sistema político que haga compatibles las diferencias propias de una democracia y las conductas cooperativas propias de una república”, y ello exige al legislador asumir a plenitud la nueva constitucionalidad, fincada en los derechos humanos y sus garantías, lo que obliga a generar condiciones de inclusión, desarrollo y justicia político electoral en el proceso propuesto por los promotores legislativos de las iniciativas a favor de los gobiernos de coalición.
A contracorriente de esta lógica legislativa, las iniciativas presentadas —y en particular la encabezada por el diputado Acosta Naranjo— fortalecen un presidencialismo exacerbado, pues dejan en sus manos la potestad de determinar la procedencia o no de la coalición y centra en el Senado de la República —instancia garante del pacto federal— la aprobación del jefe de gabinete y los integrantes de este colegiado, con excepción del secretario de Hacienda cuya aprobación corre a cargo de la soberanía popular.
Si bien es cierto que la iniciativa determina que dichos beneplácitos legislativos se deben dar por mayoría absoluta, no es menos cierto que ante un segundo rechazo a la propuesta presidencial, la cámara responsable brinda al Ejecutivo un voto de confianza para designar al servidor público que elija, con lo que el candado de mayoría adquiere su verdadera faz de mera simulación y evidencia la coalición legislativa como otra fase de la farsa legislativa que se pretende montar.
Existen más observaciones que acreditan que las defendidas iniciativas, más que propiciar una coalición de programas políticos, generan un escenario de colusión de intereses cuyo fin oculto es consagrar una república imperial, y que en este caso concreto se prefigura en una traición fratricida contra la ciudadanía y las minorías legislativas en aras de complacer la tiranía tripartidista que fortalecería su enquistamiento en el poder, dando con ello cabal crédito al epígrafe de Emiliano Zapata.