La frase del escritor Carlos Fuentes: “El 2012 es la última oportunidad política para México” resume de un solo golpe la emergencia nacional y las condiciones en que dejará el país el gobierno de Felipe Calderón.

Los medios la publicaron con un bajo perfil y nadie se detuvo a analizar el significado de la sentencia. Decir que se trata de la “última oportunidad”, de la última llamada,  significa que hay una “guerra civil no declarada” en puerta —como lo manifestó el sacerdote Flor María Rigoni, director de la Casa del Migrante—, a propósito del dominio que ejerce la delincuencia sobre cada vez más amplias zonas del país.

La vida política electoral sigue, sin embargo, como si nada. Ninguno de los aspirantes a la Presidencia de la República ha hecho al electorado y a sus respectivos partidos esa advertencia: “Esta es la última oportunidad”, y todos, cada uno de los actores, desde el gobierno hasta el Instituto Federal Electoral, pasando por los medios de comunicación, deberían estar preparados para la reconstrucción nacional.

Reconstrucción, insistimos y seguiremos insistiendo, porque nada, o casi nada, hay de heredable de esta administración.

El sexenio calderonista se ha hundido antes de tiempo y, a una semana de que termine prácticamente su sexenio y de que se inicie la cuenta regresiva para la elección presidencial,  destrucción es el término con el que la ciudadanía define su gobierno.

La encuesta más reciente de Consulta Mitofsky revela que 80% de los mexicanos se siente inseguro, y la sensación de inseguridad no sólo está relacionada con la violencia sino con el despojo económico, el desempleo, la impunidad, la falta de claridad y eficacia con la que las autoridades han enfrentado el crimen organizado.

¿Qué podría heredar el próximo presidente de México de la administración calderonista? Ni siquiera convendría a un panista imitar el estilo púgil, emocional y por ello impredecible y contradictorio del actual mandatario.

Esperemos que a nadie se le ocurra invitar a formar parte del próximo gabinete al secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, autor de la oscura estrategia contra los cárteles y que ha tenido, entre otras repercusiones, la parálisis económica, la pérdida de soberanía y el deterioro de la imagen internacional del país.

¿A quién más invitar? ¿Al ex secretario de Hacienda, Ernesto Cordero, quien prefirió jugar —sin seriedad alguna— al delfín que a permanecer al frente de una de las secretarías más estratégicas, o a un Alonso Lujambio que hoy, lamentablemente, paga con su salud las inútiles presiones a las que Calderón ha sometido a los jóvenes que tiene bajo sus órdenes.

En cuanto a los aspirantes, todos y cada uno de ellos se encuentran atrapados en un rito competitivo en el que ya no cree nadie. Reducido a una ópera bufa, de golpes, descalificaciones, acusaciones sin fundamento. Preocupados por atrapar el poder como si fueran aves carroñeras, obsesionados con el reparto de curules, de posiciones  y espacios en el próximo gabinete.

La democracia electoral ha sido reducida a una vulgar competencia por los espacios en las pantallas. Todos quieren estar, aunque no tengan nada que decir y padezcan anemia de contenidos. Los esfuerzos de uno y otro partido, de uno y otro aspirante, se centran en los calendarios; en si los candidatos únicos pueden o no hacer propaganda; en si tú vas a poder introducir cinco mil spots y yo sólo cuatro mil 999; en si la convocatoria me favorece o no me favorece, en si los “juanitos” o no los “juanitos”.

Estamos ante una democracia hueca, convertida en un teatro de vodevil donde la simulación, la trampa y la traición favorecen el suicidio. Las reglas de la competencia distraen a los actores, y mientras, bajo sus pies, cada día y a toda hora se acumula la energía de un volcán socialmente explosivo que puede hacer erupción gracias a las armas, ¿cientos?, ¿miles?, que ha logrado introducir el narcotráfico.

La última oportunidad a la cual se refiere Fuentes es la de la paz y estabilidad. ¿A cuál otra, si no? Los aspirantes o precandidatos andan, sin embargo, en un estado de inconsciencia, de evasión o ceguera que les impide entender que ésta, efectivamente, es la última llamada.