Frente a un país fracturado


 

José Elías Romero Apis

México está entrampado en el camino de una fractura nacional. No sabemos el tiempo que durará esta conflagración delincuencial que ya ha costado, según algunos, 50 o 60 mil vidas. No sabemos si proseguirá 2 o 5 sexenios. Tampoco  quiero discutir, en este momento, si esto era evitable o ineludible. Si el camino tomado por el gobierno fue el atinado o el errado. Tan sólo que esto, por nuestra culpa o sin ella, puede llevarnos a reclamos históricos delicados, de unos mexicanos en contra de otros.

Por eso, la política real, por cierto la única en la que creo, nos obliga a prever la forma de nuestra reconciliación ante los futuros reproches que, más tarde, se convierten en rencores y, por último, en ocasiones llegan a ser odios nacionales. Tomo algunos ejemplos para tratar de explicarme.

Hace cuatro décadas, en todo el planeta nos preguntábamos la dificultad que tendrían que afrontar España y Sudáfrica para reencontrarse nacionalmente, después de la dictadura franquista y del apartheid racista, respectivamente.

España había sufrido una guerra civil cruenta y cruel. Más tarde, la trasterración de miles o millones de españoles que ya no querían vivir o que no los dejarían vivir en su patria. Los que se fueron, vivieron soñando con la caída de un “caudillo” contra el cual, además, nadie se enfrentaba. Todo presagiaba que su única debacle sería la biológica, como al fin sucedió. Pero hasta ésta fue generosa con el senil tirano.

Los que se quedaron sufrieron la supresión de espacios libertarios, la represión gubernamental y el miedo dictatorial. A esto se agregaron episodios de rebelión separatista, algunos pacíficos como el catalán y otros muy sangrientos, como el vasco.

Total que unos sufrieron en la esperanza incumplida y otros en la amenaza cumplida. Ante ello, muchos suponían que no habría reconciliación. Por fortuna, se equivocaron. La muerte de Francisco Franco abrió el camino de una reconstrucción nacional que devolvió a los españoles la paz, la concordia, la libertad y hasta el progreso. Supieron contentarse y remitir los recuerdos dolorosos.

Caso parecido fue el de Sudáfrica. Muchos suponían que el inevitable día en que cayera el gobierno racista y las mayorías negras se hicieran del poder, los antiguos amos serían apresados, ejecutados y descuartizados, por lo menos. Muchos analistas, incluso, hubieran dicho que bien se lo merecían. Pero eso, al igual que con España, hubiera sido destruir el país y cancelar el futuro. Por fortuna, tampoco sucedió y Sudáfrica transitó hacia una reconciliación nacional.

Más atrás, imaginemos a Estados Unidos después de su guerra de secesión. Colocados ante millones de tumbas. Pero que no de extraños, sino de nacionales. Pero no de cualesquiera paisanos sino de los más jóvenes, de los más inocentes, de los más valientes y de los mejores de su pueblo. Pero no muertos por un ataque extranjero ni por un capricho de la naturaleza sino muertos porque se mataron entre ellos mismos, al calor de esas furias estúpidas que son la causa y el origen de todas las guerras civiles.

Es fácil entender que, en esas circunstancias, el dolor nacional adquiere dimensiones de tragedia. El referente de las victorias o las derrotas abandona todo su sentido ante una pérdida tan inmensa.

En la mente de hombres como Lincoln, el país ya estaba deshecho. No sólo en problemas o en una brutal crisis o en un descomunal drama. No, eso sería poco. Lo que sucede es que la nación que le confiaron ya se ha acabado. Para él, ya no existen los Estados Unidos de América. Ese país suyo ya concluyó. Habrá que reinventarlo. La mitad vencedora sentirá odios y soberbias contra los vencidos. La mitad derrotada quedará aprisionada a perpetuidad dentro de un país al que ya no querían pertenecer. Por eso hablaba de un renacimiento. Habría que fundar una nueva nación y así lo dijo, literalmente. Algunos dicen que eso le costó la vida. Pero ese pueblo supo salvar la suya y la de su nación.

Y los mexicanos tuvimos que reconciliarnos después de una Guerra de Reforma donde algunos de nuestros paisanos hasta trajeron a un extranjero usurpador. No se diga, más tarde, cuando hicimos una revolución política y social que nos costó más de un millón de muertos. Pero no nos los cobramos los unos a los otros.

Por eso digo que en un futuro cercano o lejano pero ineludible, los mexicanos estamos obligados a la previsión, a la concordia, a la reconciliación o, cuando menos, al perdón.

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