Consulta popular
La democracia es la necesidad de doblegarse,
de vez en cuando, a las opiniones de los demás.
Winston Churchill
José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
La propuesta esgrimida por el PRI en su argumentación a favor del dictamen a las reformas a la minuta de la reforma política —presentada por el dipuado Solís Acero en la Tribuna de San Lázaro— delineó la “consulta popular: a propuesta del Presidente (o) del 33% de cualquiera de las dos Cámaras o hasta el 2 por ciento de la Lista Nominal de Electores se podrá convocar a una consulta ciudadana”.
Tal pretensión pervierte la naturaleza del instrumento fundamental de la democracia directa, que no es otro que la citada consulta popular o ciudadana, y que al fusionarla con los mecanismos de la democracia participativa, como el plebiscito (consulta que los poderes públicos someten al voto popular directo para que apruebe o rechace una determinada propuesta sobre soberanía, ciudadanía o poderes excepcionales.) y el referéndum (procedimiento jurídico por el que se somete al voto popular leyes o actos administrativos cuya ratificación se propone al pueblo) convirtieron la propuesta en un engendro legislativo de lamentables consecuencias para la democracia.
Tal mixtura de mecanismos —a la par de ayudar al Ejecutivo y Legislativo a deslindarse de las obligaciones inherentes a plebiscito y referéndum—, descaradamente favorecen a la clase gobernante en detrimento de los gobernados.
Baste constatar la desproporción de peso de los convocantes, pues mientras el presidente de la república por sí solo está facultado para iniciar el proceso, el Senado requiere del concurso de 42 madres o padres conscriptos o la Cámara de Diputados deberá de contar con la firma de 165 diputados, en tanto que el pueblo deberá recabar 1 millón 538 mil 738 firmas y copias de credencial de elector vigentes de ciudadanos inscritos en el Listado Nominal del Instituto Federal Electoral, cuyo universo, al cierre del conteo del 14 de octubre era de 76 millones, 936 mil, 894 enlistados.
Si bien es cierto que durante el debate se acordó reducir del 2 al 1% el número de firmas solicitantes, estamos hablando de un total de 769 mil 365 electores distribuidos en relación con el 1% de ciudadanos inscritos en la lista nominal de cada uno de los 300 distritos electorales en los que se ha dividido al país, titánica hazaña a la que hay que agregar la abismal diferencia de accesos a medios de difusión que existe entre el titular del Ejecutivo y cualquiera de los legisladores, o una organización ciudadana interesada en ejercer su derecho a consultar sobre cualquiera de los asuntos que se acordaron como susceptibles de ser sometidos a dicho mecanismo que a todas luces resulta abusivo e inequitativo.
Bajo esta construcción legislativa resulta más que evidente que la iniciativa del PRI, avalada por el PVEM y el Panal, resultó una entelequia legislativa, que más que generar condiciones reales de acceso a los instrumentos de democracia directa y participativa los mutó en una cosa irreal que sólo beneficiaría a la clase gobernante en detrimento del Artículo 21 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que estipula que “toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes”, disposición que antepone la democracia directa por sobre la participativa.
Gracias al resultado de la votación, se anuló de tajo un paradigma del pragmatismo político que el PRI pretendió aprovechar al proponer que a través de un Cuarto Transitorio —y con la salvedad de que por excepción se llevara a cabo la primer consulta popular antes de las elecciones federales de 2012— se “consultara a la ciudadanía si estaba o no de acuerdo con la reelección legislativa”, propuesta planteada en las postrimerías de su administración por Enrique Peña Nieto, precandidato a la presidencia de la república por ese instituto político.
Es pertinente recordar que la exigencia ciudadana por contar con instrumentos de democracia directa —como es la consulta popular— y de democracia participativa —como el plebiscito, el referéndum, la rendición de cuentas, la revocación de mandato y la iniciativa ciudadana— requieren de la clase política y gobernante, lo que atinadamente Churchill señaló: “doblegarse, de vez en cuando, a las opiniones de los demás”, es decir asumir como obligación del gobernante la consulta popular, como mecanismo inherente a la democracia, tal y como ocurría en el ágora ateniense, en donde la consulta directa al pueblo fue distintiva del legado democrático de la Grecia de Pericles.