Miguel Ángel Muñoz
A la memoria de Ricardo Martínez, y a Germana, cómplice de Matta por siempre.
En la obra plástica de Roberto Matta (Santiago de Chile, 1911 – Civitavechia, Italia, 2002) es necesario distinguir no diversas épocas creativas, sino interpretaciones distintas, tanto las que en cierta forma son apoyadas por él mismo como —y sobre todo— las interpretaciones hechas desde dentro de la pintura. Quizá la concepción más conocida, y que tuvo más influencia en sus primeros años, es el surrealismo, donde se consagró como un pintor que ocupaba un lugar importante, no sólo un lugar, dentro de la gran corriente artística surrealista: en rigor, esto es sumamente discutible y el propio Matta manifestó en múltiples ocasiones su inconformidad. Afirma Matta: “Lo que hoy llamamos arte no es más que el reflejo de una situación espantosa. Todo el mundo se extraña de todo. El mercado del arte se ha vuelto como el mercado de la carne. Es la Villette. La obra es el sudor, las lágrimas, la sangre, la propia mierda del artista”.
Roberto Matta pertenece a una generación de pintores latinoamericanos que, en una cierta y arbitraria necesidad histórica, se incorporan al proceso de varios desarrollos artísticos, que en algunos casos se remontan a tiempos prehispánicos y, en cierto modo, se derivan de las influencias del arte europeo. Entre ellos hay que mencionar a Wifredo Lam, Rufino Tamayo, Pedro Figari, Marcelo Bonevardi, por mencionar algunos cuya presencia pictórica se dio antes del ascenso de la guerra fría y su exigencia política normativa que sobrepasara los límites de los hechos reales, y cuya influencia es decisiva en diversos campos estéticos de generaciones posteriores.
En todo caso, fueron pintores como los venezolanos Jesús Rafael Soto, Carlos Cruz Diez, Régulo Pérez, Oswaldo Vigas; el peruano Fernando de Szyszlo; los argentinos Julio Le Parc, Carlos Alonso; los ecuatorianos Estuardo Maldonado y Luis Molinarri Flores; los colombianos Omar Rayo y David Manzur; los mexicanos Ricardo Martínez y José Luis Cuevas; el panameño Guillermo Trujillo. O más jóvenes como Ignacio Iturria y Guillermo Kuitka. En la obra de todos ellos se manifiesta un espíritu renovador que, junto con el arte europeo, fueron creando una perspectiva original y única. En ellos podemos seguir una concepción del arte o de la pintura que se apoya, en último término, en las expresiones de sus antecesores.
Pintores abstractos, surrealistas, neosurrealistas, académicos, neoacadémicos, geométricos, cinéticos, ópticos y de múltiples corrientes que serían inclasificables. De esta manera, la voluntad creadora consistía en darse a conocer, lo cual era casi imposible en Sudamérica y, en especial, en Chile. El estadio de desarrollo social y la diferenciación de estamentos fue, pues, un modelo que impedía abrir la brecha a los sudamericanos, entre ellos a Roberto Matta, quien en 1931 ya contaba con el título de arquitecto, y que para el artista no representaba una opción legítima de sus preocupaciones artísticas. Es el caso de Matta. Sus aportaciones a la segunda generación de surrealistas fueron fundamentales, tanto como su contribución a la transformación del surrealismo, cuando el movimiento parecía haber llegado a un punto muerto.
En 1933 rompe con su familia y viaja a París, donde es invitado a trabajar con Le Corbusier durante dos años. En 1937, gracias a una carta de recomendación de Federico García Lorca, consiguió que Salvador Dalí le presentara a André Breton, con lo que Matta se incorporó al movimiento surrealista y, más tarde, con Yves Tanguy y Gordon Onslow-Ford, se convierte en uno de los principales precursores del automatismo. En esos años, Matta no sólo publicó artículos en la revista Minotaure, como “Matemática sensible-arquitectura del tiempo”, sino que fue uno de los principales ilustradores del libro fetiche de los surrealistas, Los cantos de Maldoror. Instalado ya en Nueva York, hizo amistad y se relacionó con pintores y artistas neoyorquinos, como Esteban Vicente, Franz Kline, Williem de Kooning, Philip Guston, Mark Rothko, y especialmente con Robert Motherwell, William Baziotes, Jackson Pollock… Sobre todo, Arshile Gorky fue fundamental para comprender las respectivas trayectorias de aquellos jóvenes americanos y el nacimiento del nuevo estilo que iba a dar la vuelta al mundo, el expresionismo abstracto. Gorky y Pollock fueron quizá los dos que más se beneficiaron de la influencia de Matta. La amistad del primero con Matta despertó en el pintor armenio un aspecto suyo que había ignorado hasta entonces, el lado emocional del sentimiento, y de la imaginación. Pollock compensó la fuerte influencia de la obra de Matta y de los surrealistas con su pasión desbordada por los espacios del oeste americano.
Con la perspectiva de los años, por la indudable relevancia que llegó a tener el movimiento surrealista, y por la forma como influyó el destino creativo de quienes participaron en el movimiento, las palabras expresadas entonces por su líder, André Breton, han resultado, como afirma Lourdes Andrade, verdaderas, pese a las encendidas polémicas levantadas por su causa. Estuvo presente en todas las publicaciones y las exposiciones del grupo, a pesar de que en 1948 fue expulsado, algo que le afectó profundamente aunque nunca dejó de ser un crítico intenso de la política y de la sociedad de su tiempo.
Mis encuentros con Roberto Matta son la prueba de que lo inexistente existe; de que es posible ver lo invisible. De pronto, en algunos cuadros puede observarse algo extraño: surge una serie de obstáculos, una serie de estados de ánimo que transforman esta situación de seguridad en algo complicado, misterioso, que se patentiza en el subconsciente, la angustia o el desquicio.
La geometría de Matta trasciende sentidos. Expresión inequívoca: libertad del mundo y del arte. Modulación de líneas, masas, matices; transición de formas y colores. Determinación de lo concreto. Sensación que guarda prodigios precolombinos. Invención de lenguajes. Como nota estilística, he de observar la tendencia a la restricción cromática que se limita en muchas ocasiones al verde, negro, blanco o gris y sus combinaciones, o a la monocromía de su matiz intenso, como el rojo, azul o amarillo. En analogía con esta austeridad en el color, el estilo de Matta se muestra siempre contenido, hermético, casi indescifrable; a la vez, rechaza toda expresión exagerada. En su arte lo puramente pictórico predomina siempre sobre lo simbólico. Así como en la mente del poeta los estados de ánimo se transforman en versos, en Matta aparecen bajo el aspecto de imágenes plásticas, cuyos trazos, texturas y colores corresponden a los movimientos del espíritu surrealista. Secundariamente, el artista integra en estas formulaciones su pensamiento; esto es, Matta reconstruye lo que atrajo su atención, perteneciendo al mundo de lo visual.
“Lo que quiero es un arte —dice Matta— que haya sido inventado por la sociedad y esté a disposición de todos para utilizarse, no un arte que uno vaya a ver al museo, sino un arte que le ayude a conocerse a sí mismo y a crecer. Para eso es el arte”. La pintura no es otra cosa que esta revelación de algo que no es real, es decir: lo invisible que, en su misma ocultación diaria, la obra de Matta descubre sin cesar, algo que no es imaginable y que se relaciona de manera directa y profunda con ella; que la afecta a pesar de todos los esfuerzos que hace por olvidarla o por esconderla.
Esta es la historia de su universo: proyectos que son un solo proyecto en continua transformación. Como señala Octavio Paz, habría que interpretar y reinterpretar esta obra una y otra vez. En su obra se materializa esa “conciliación entre surrealismo y abstracción”, que constituyó para Roberto Matta uno de los mayores atractivos de la pintura. Es ahí donde los signos tienen sentido y son registrados en nuevos puntos de partida. La pintura de Matta es y será una exploración por la geología, la geografía y astronomía anímicas que son el espacio imantado de su pintura, en un territorio mágico lleno de su fantasía.


