Carlos Guevara Meza
Egipto casi dio el ejemplo de lo que pudo ser una revolución de terciopelo. Las grandes manifestaciones de jóvenes en la plaza Tahir, eran grandes fiestas apenas opacadas por los enfrentamientos con grupos de provocadores (choques que llegaron a ser terribles ciertamente), mientras el ejército simplemente se negó a obedecer las órdenes del presidente Mubarak de emprender la represión.
El temor a que las diferencias religiosas desembocaran en una guerra civil si caía el gobierno autoritario fueron contestadas con hermosos hechos: musulmanes haciendo guardia mientras los cristianos coptos oraban y viceversa. Finalmente, el propio ejército capturó y obligó a renunciar a Mubarak y anunció el inicio de cambios en el régimen. Pero era demasiado pronto para cantar victoria.
La Junta Militar comenzó a maniobrar no sólo para mantener los privilegios del ejército, sino también para alargar su presencia en el poder. Al mismo tiempo, la represión antes ausente estallaba en todas partes: coptos atacados por tanquetas, jóvenes detenidos durante nuevas manifestaciones, concentraciones brutalmente atacadas con armas de fuego por la policía y el ejército, decenas de muertos y cientos de heridos. La Junta Militar ha ido perdiendo sistemáticamente la legitimidad que conquistó con el derrocamiento del dictador.
Los candados que ha intentado imponer al proceso de transición para no perder sus amplias prerrogativas económicas y políticas, han levantado nuevas protestas.
Y durante el proceso electoral, que ya cumplió dos de las tres etapas en que fue planeado, los partidos islamistas en su conjunto se han hecho con la mayoría absoluta, si bien es cierto que entre ellos hay grandes diferencias (desde los aparentemente moderados Hermanos Musulmanes hasta los radicales salafistas), lo que podría complicar las alianzas que requerirían para ejercer un dominio total del nuevo parlamento.
Pero ello implica sobre todo que la mayoría de la población tiende hacia las posiciones religiosas islámicas, algunas incluso más conservadoras de lo que era el régimen nacionalista laico de Mubarak; y que los jóvenes modernizadores (esos que con celulares en mano organizaron las multitudinarias manifestaciones y se llevaron la peor parte en los choques violentos) no reciben el apoyo popular para sus planteamientos.
Por otro lado, para muchos tanto modernizadores como conservadores y toda la gama intermedia, lo que comienza a parecer claro es que el derrocamiento de Mubarak por el ejército no fue un impulso a la revolución, sino el intento gatopardista para detenerla.
Y que los terribles enfrentamientos abiertos entre el ejército y la policía por un lado, y de nuevo los jóvenes de la plaza Tahir, por el otro, durante varios días a mediados de diciembre, quizá sean el inicio de la verdadera revolución egipcia. Mientras los grupos islamistas, que ya se ven con el poder en la mano con las mayorías que obtienen en las elecciones, prefieren negociar con la Junta Militar con el fin de que el proceso de cambio de gobierno sea lo más terso posible.
Por lo pronto, la situación política queda representada de manera inmejorable por un acto físico de la Junta: desde los choques de noviembre, el ejército comenzó a construir muros de concreto en las calles que van de Tahir a los principales edificios gubernamentales, para impedir el paso de los manifestantes y usarlos de trincheras desde donde se lanzan los ataques contra la multitud. Así las cosas, ¿quién va a creer que los militares encabezan la revolución?