El siguiente paso
Raúl Jiménez Vázquez
En la entrega pasada destacamos la importancia de la reciente reforma a la Ley sobre la Bandera, el Escudo y el Himno Nacionales, por la que se declaró el 2 de octubre fecha solemne para la nación y se dispuso que en señal de duelo deberá izarse el lábaro patrio a media asta en todos los edificios públicos, incluyendo instalaciones militares, escuelas, templos, representaciones diplomáticas y consulares de nuestro país.
Señalamos que se trata de una medida inacabada, pues la deuda de conciencia que ello conlleva debe ser complementada con el aterrizaje inmediato y efectivo del haz de consecuencias jurídicas que actos de esta índole acarrean en el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos, a las que aludiremos a continuación.
En primer término, con la reforma legislativa que nos ocupa se está reconociendo que la masacre del 2 de octubre significó una trasgresión a la obligación fundamental de respetar y promover los derechos humanos consagrados en tratados internacionales, por lo que es claro que el Estado mexicano incurrió en una responsabilidad internacional que puede ser objeto de reproche por los órganos competentes de los sistemas universal e interamericano de protección de los derechos humanos.
Una segunda implicación es la imposibilidad de soslayar el enjuiciamiento penal de los autores intelectuales y materiales de lo que ahora aparece más nítidamente como una acción definitivamente genocida, cuyo marco regulatorio primigenio es el derecho penal internacional ya que se trata de uno de los crímenes que más gravemente ofenden, afectan y trascienden a la comunidad humana en su conjunto; razón por la cual le es aplicable —entre otros— el principio jurídico que expresa que delitos de esta índole no son susceptibles de prescripción, indulto, caducidad, amnistía o perdón alguno y deben ser perseguidos y castigados dondequiera y cualquiera que haya sido el tiempo y el lugar de su ejecución material.
Lo anterior no basta para colmar las exigencias normativas de los estándares internacionales aplicables a los derechos humanos; adicionalmente es preciso llevar a cabo las reparaciones materiales, morales y honoríficas a las que tienen legítimo derecho las víctimas y sus familias. En concordancia con los criterios jurisprudenciales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Estado tiene que pedir públicamente perdón por la infame matanza, la prisión a la que injustamente fueron sometidos los líderes y otros activistas del 68, el hostigamiento y el bloqueo sistemático de oportunidades de desarrollo profesional que sufrieron muchos de los militantes del movimiento estudiantil, y la sensible alteración del proyecto de vida que padecieron quienes fueron agredidos ferozmente por el solo hecho de alzar su voz en defensa de la libertad y la dignidad humana.
Tan relevante cuestión ética y jurídica podría ser solventada a través de la expedición de un ordenamiento legislativo ad hoc con un contenido similar al de la Ley de la Memoria Histórica, promulgada por el parlamento español a fin de reivindicar y hacer justicia a las víctimas —y sus descendientes— de la represión desatada por el régimen franquista.
Igualmente es imprescindible erigir un monumento en honor de los caídos durante la aciaga noche de Tlatelolco. Para preservar la memoria histórica resulta menester edificar un museo que haga patente ante las actuales y futuras generaciones la voluntad política de nunca más permitir que ocurran tales atrocidades. Los memoriales construidos en Argentina —dentro de las instalaciones del otrora centro de torturas de la Escuela Superior de la Mecánica Armada— y en la ciudad de Santiago de Chile —-en cuyas entradas a las distintas salas de exposición está inscrita la conmovedora leyenda “esto jamás debió suceder”— son un portentoso ejemplo de lo que podría hacerse en este sentido.
Por último, en el contexto del derecho internacional, el Estado está compelido a garantizar la no repetición de los ataques a los derechos humanos mediante la instrumentación de un programa de cambios estructurales que posibiliten el destierro de la violencia gubernamental como forma de solución de problemas de carácter político. Muchas cosas podrían decirse al respecto, la mayoría forman parte de la agenda de la reforma del Estado o bien están contempladas en la formidable propuesta en materia de seguridad pública formulada por la Universidad Nacional Autónoma de México. Me referiré solamente a dos asuntos medulares.
La actuación de los integrantes de las fuerzas armadas y policiales debe sujetarse a rigurosos protocolos elaborados con base en la premisa fundamental del absoluto respeto a la dignidad y el otorgamiento de la máxima protección a los derechos humanos. Un imperativo de carácter ineludible es dar cuenta y razón pormenorizada de todas y cada una de las órdenes, consignas y acciones desplegadas en el desempeño de sus funciones; para ello, con la participación y el escrutinio ciudadano es preciso implementar reglas claras y precisas que aseguren la debida generación, guarda, custodia, mantenimiento, sistematización, consulta y auditoría periódica de los correspondientes archivos gubernamentales; éstos constituyen un poderoso instrumento de lucha en pro de la verdad y la justicia, pugnan contra el olvido y previenen contra los peligros de la intolerancia y los totalitarismos políticos.
Por otra parte, es imprescindible rediseñar el papel institucional de las fuerzas armadas: el ejército debe ceñirse a los estrictos límites establecidos en la normatividad constitucional; ningún militar debe ejercer funciones que no sean las inherentes a los cuarteles y guarniciones; ningún militar debe ocupar cargos ajenos al ámbito castrense; la titularidad de las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina debe recaer en civiles.
Al gobierno calderonista no le queda sino ser consecuente con el paso histórico dado por el Congreso de la Unión. De no hacerlo, además de empinar a México por el muy espinoso sendero de las responsabilidades internacionales, pasaría a la historia como encubridor manifiesto de un aberrante crimen que llenó de luto, vergüenza y profunda indignación a la nación, horrendo genocidio que ya figura formalmente en el obituario del imaginario colectivo.
