A presión de las fuerzas más liberales de la Cámara de Diputados, se logró cambiar la expresión “libertad religiosa” por “libertad de religión”. Sin embargo, la derecha logró herir el Estado laico.
La jerarquía católica buscó el momento y lo encontró: condicionó el apoyo de la Iglesia a los candidatos a la Presidencia de la República a cambio de que sus bancadas aprobaran en la Cámara de Diputados la reforma al artículo 24 constitucional.
La iniciativa originalmente propuesta buscaba introducir en la Constitución la expresión “libertad religiosa”, en lugar de “libertad de creencias”. A través de una supuesta defensa de las libertades, de la tolerancia y los derechos humanos se ocultaba lo fundamental: la ambición de la Iglesia católica por volver a participar en política y recuperar el control de otros espacios públicos, como la educación.
El autor de la iniciativa lo reconoce con toda claridad en la exposición de motivos: “Otra limitante de la libertad religiosa se localiza en el inciso e) del artículo 130 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que niega el derecho ciudadano a todos los ministro de culto, dentro de los que se encuentran los sacerdotes católicos, para asociarse con fines políticos, o para realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna…”
Es decir, se presentó la libertad religiosa con rostro de niña buena e inocente cuando en realidad se trata de un asaltante que se aprovecha de la oscuridad y la ignorancia de algunos legisladores para dar un golpe mortal a la separación Iglesia-Estado.
Hay preguntas que los integrantes del Congreso, ahora le toca el turno a la Cámara de Senadores, deben hacerse antes de cometer el error de aprobar una reforma que sólo favorecería los apetitos del alto clero católico. Primero: ¿En qué beneficia a la mermada estabilidad nacional una disposición que colocaría a la Iglesia católica por encima de otras? Segundo: ¿Qué tan saludable puede resultar para el desarrollo democrático el permitir a los ministros de culto —léase obispos y cardenales— que en aras de la libertad religiosa apoyen o condenen a un candidato, cuando ellos responden a un Estado —léase intereses— distintos de los del Estado mexicano?
Más aún, ¿qué tanto puede combatir la crisis ideológica que hoy experimentan los partidos el oportunismo de una militancia especuladora y acomodaticia, el que un político para obtener una candidatura o ganar una elección tenga que renunciar a sus principios partidistas o a las demandas de la ciudadanía para, a cambio, recibir el visto bueno de la Iglesia?
La reforma al 24 introducía la libertad religiosa, y ahora la libertad de religión, como un caballo de Troya. Asegura que con ellas se combatirá el fundamentalismo y el anticlericalismo, cuando en realidad podría significar la reedición de guerras clericales. La Iglesia Luz del Mundo —de corte cristiano— ha fijado como grupo religioso minoritario su postura en un desplegado: “Consideramos que cualquier reforma constitucional que se proponga debe ser respetuosa del Estado laico y ajena a la instalación de cualquier privilegio a favor de una asociación religiosa en concreto”.
La preocupación de las otras Iglesias es comprensible. La libertad religiosa forma parte de una cruzada impulsada desde el Vaticano no sólo para fortalecer la posición política de la Iglesia católica dentro de un régimen como el mexicano, sino frente al avance incontenible de otros dogmas que le han ido quitando mercado.
Detrás de la llamada libertad religiosa hay intereses políticos y económicos muy concretos. Es consecuencia, sin duda, del fuerte debilitamiento institucional y moral que sufrió la estructura católica-clerical como resultado de los escándalos donde un sinnúmero de sacerdotes se vieron involucrados en casos de pederastia. Pero es, también, una respuesta —agresiva y violenta— al temor de perder cada vez más poder.
La reforma al 24 es, por otra parte, un contrasentido en un mundo globalizado, diverso y plural en el que ya no se admite el imperio de religiones únicas.
Volvemos, entonces a preguntar: ¿El Estado laico, entendido como separación Iglesia-Estado y como garantía de respeto a todas las creencias y religiones, debe desaparecer en un momento de crisis, violencia y convulsión social y cuando se ha comportado como una de las pocas instituciones que ha contribuido a garantizar la estabilidad?
¿Por qué México, en resumen, tiene que pagar los desvíos por otros cometidos?


