Pável Granados
(notas sobre Ifigenia cruel de Alfonso Reyes)
Para Miguel Capistrán, Académico de la Lengua
Nunca escribiré lo suficiente de Alfonso Reyes. Así es que debo de comenzar de inmediato una deuda que no terminaré de pagar.
Con respecto a su obra, no puedo elegir la totalidad. La desconozco. Sólo puedo depositarme a mí mismo en un punto elegido al azar y comenzar a nadar, náufrago, por unas aguas que considero familiares, para intentar llegar a una orilla próxima, con la total seguridad de que se trata de un mar cartesiano con ciertas medidas racionales; seguir nadando con la clara confianza de llegar a algún lado, aunque todavía sin saber claramente que Algún Lado es el sitio que ya se ha alcanzado. Es la vaguedad única que rodea mi mirada, cansada desde hace tiempo de intentar trazar un mapa mental. Por más que Reyes sea acaso el intento de un mapa. El supremo intento de ordenar la vida. La clasificación incansable es también parte de su búsqueda. Quizás la cercana respiración que siento al leer constantemente sus textos, y vaya que los he leído, y vaya que he sentido esa respiración, no es otra que la del propio Reyes, de pronto materializado dentro de sí para buscarse. Es el personaje que está junto a mí siguiéndome, para saber si siguiéndome se encuentra. Y entonces, todo deja de ser elemental y claro. El constructor de certidumbres, de momentos felices y cordiales. Yo le he sido fiel. Eso es lo único que puedo decir, puesto que inicié su lectura en su propia casa, la Capilla Alfonsina, uno de los sitios inmejorables para naufragar. En donde el sentimiento de naufragio comienza a transformarse, y se convierte de una angustia en un placer. O una angustia llena de muchas certezas, como el jugar a perderse y el jugar a encontrarse. Hasta que no se sabe con certeza si uno es el que se siente hallado de pronto, aunque si uno es el que se pierde, ¿quién es el que encuentra? Ciertamente, la conciencia queda de un lado: del que descubre. Por más que exista un desdoblamiento, exactamente como el que existe entre un personaje y el coro que lo acompaña, como el que existe entre el escritor y el crítico. El discurso, antes de la literatura, brota en el trance, desde un sitio en la inconsciencia, y desde un sitio primigenio que se arma con base en monosílabos, de cadenas de sonidos aún destejidas, desgarradas, de donde con dificultades sale el significado: brota por primera vez. Al inicio, todo es un flujo que va desde Dios hasta el hombre, sólo mediatizado por la laudería hecha de dientes, órganos y cartílagos. Es Dios soplando por su instrumento. Y de pronto, el discurso se sorprende de sí mismo, se escucha, y se modifica. Lo que es aparentemente inconsciente, se escucha y decide cambiar el afluente de las palabras. Es el desgajamiento inicial. De un lado queda la creación y del otro la crítica. Yo no lo diría si no fuera una idea expuesta por Reyes. Lo dice por ahí. Sé dónde. Es decir, sabría localizar el tomo, el ensayo preciso. Lo que ignoro, en cambio es el lugar de su pensamiento en donde va esta idea. En qué lugar preciso de esta construcción enorme, tiene su espacio exacto. Es por ahí. O quizás más hacia allá. No importa. De todas maneras estoy seguro de que es cerca de ese sitio ya que el desdoblamiento era precisamente mi tema. Antes de que lo abandonara y volviera a naufragar. Precisamente como Orestes, quien también naufraga. Y naufraga en una búsqueda… bueno, también en una huída. Huye y busca. Porque huye de la tragedia. Eso ya lo saben bien. O no tan bien. Ya se ha hablado bastante de lo poco que recordamos estos mitos. Los miramos y nos hablan. No nos dicen nada. Es un lenguaje que no comunica. Pueden estar pegando del otro lado del cristal, con desesperación. Da igual. No hablamos su lengua y por eso debemos de contar con un traductor. Con alguien que la hable. Pues de otro modo, seguirán hablando inútilmente. Seguirá subiendo Ícaro, y volverá a caer, y, de manera inútil, volverá a naufragar. ¿Naufragar? Alguien –quizás yo– ha vuelto a naufragar. Y lo ha hecho de manera inútil, nuevamente. Va siendo hora de que alguien haga algo. Por ejemplo, sacrificar al náufrago. Y quien lo hará será su hermana Ifigenia. Alfonso Reyes es por supuesto, Ifigenia, aunque Ifigenia es más que don Alfonso, y a su vez, don Alfonso es más que Ifigenia. Sin embargo, Orestes representa al otro. Al ente que circunda el pensamiento, aunque no deja de ser parte del pensamiento. Todo viene desde la inconsciencia, repito, y lo repito porque yo mismo debo de entenderlo para desentrañar el poema en el que Reyes se cuenta su propia historia. El pensamiento madura como una fruta, se vuelve jugoso, dulce, apetitoso, y entonces cae sobre el piso deshecha en su madurez. El pensamiento cae, y yo tengo el pensamiento de que el pensamiento de Ifigenia no tiene una base, un piso sobre el cual construirse. Igualmente, viene de lejos. No hay una base. También naufraga. Existe una desestructuración constante en el poema ya que desde el principio, desde la primera vez en que Ifigenia habla, existe la manifestación de un pensamiento hueco, poseedor de una nada fundamental. O de una nada fundacional pero de alguna manera, Ifigenia se las arregla para edificar sobre la nada, sobre la amnesia. Pero ya es hora de que me vaya explicando: eran los días del asedio a Troya y Agamenón, de manera muy inocente, mató un ciervo y dijo: “La propia Artemisa no lo haría mejor”. Artemisa no dejó pasar esa frase y dejarla sin consecuencias, detuvo los vientos y dejó ver que los vientos favorables no regresarían hasta que Agamenón no sacrificara a su propia hija, pues sólo así sería posible atacar Troya. Con engaños, el rey Agamenón llevó a su hija hasta el sacrificio. Toda su familia, el poderoso Aquiles y los aqueos, llevaron a Ifigenia hasta la piedra de los sacrificios, con un sufrimiento tal que logró conmover a la diosa, y cuando la cuchilla estaba a punto de caer sobre su pecho, la diosa se compadeció e intercambió a Ifigenia por una cierva. Maravillados, los aqueos vieron de pronto que Ifigenia había desaparecido. No sé si ustedes lo recuerdan, porque Ifigenia no: Reyes decidió que Ifigenia perdiera la memoria y dejara de saber su pasado. La hija de Agamenón fue destinada a servir de sacerdotisa de Atenea, en Áulide, una región que sacrificaba a todos los extranjeros que tenían la mala suerte de naufragar en sus costas. No supo de la muerte de su padre, a manos de su propia esposa, Clitemnestra. No supo del asesinato de su madre, a manos de Orestes, su hermano. Es un personaje acotado desde fuera (su aislamiento) y desde dentro (la amnesia). Se espía a sí misma, huye de sí misma, se persigue. Ifigenia entra a las habitaciones de su ser y se persigue. Abre una puerta, hay habitaciones en las que apenas hace poco tiempo hubo alguien, lo delata el calor reciente, un fuego recién apagado. Una persecución constante que orilla a Ifigenia a inventarse ante la falta de resultados.
El corazón Alfonso Reyes también sintió la proximidad de una bala –así como Ifigenia. También él cerró los ojos esperando que su corazón se destrozara por el contacto del metal contra su pecho. Pero abrió los ojos y vio que se encontraba lejos de su patria, sin memoria de su pasado. Con un cuchillo entre las manos listo para matar cualquier recuerdo que llegara hasta las costas de su espíritu. El general Agamenón Reyes había muerto, da igual si lo inmoló Victoriano Clitemnestra o no. Sólo importa que también él tenía una maldición sobre sí mismo como la tuvo la Ifigenia de la antigüedad. Deshecho el vínculo con el pasado, tuvo que construirse de nuevo, edificar sobre su nada. La ruptura con el pasado es, en el caso de Reyes, la ruptura con el Modernismo. Antiguo alumno del parnaso y de los simbolistas, este poeta corta de tajo su relación con su educación literaria de juventud. Todo es esencial en el poema, una poda constante de elementos que impidan a Reyes manifestar su propia intimidad. No hay paja en el poema: el pajar lo encuentro en las explicaciones. Porque pareciera que una vez terminado el poema, Reyes quisiera que nuestra atención se fijara en sus racionalizaciones, y no en la carga de momentos irracionales de Ifigenia, del misterio de su vida. Está el conflicto personal en el centro del poema, pero el poeta intenta que fijemos nuestra vista en la periferia de la técnica y del helenismo. No importa: ahí también está capturado lo esencial del poeta. Porque la totalidad del poema es la construcción de un espacio personal que salva. Me refiero, nuevamente, al naufragio. Porque el derrumbe, la desbandada, la huída de la ciudad devastada, todo eso, se veía desde antes. Ya había pasado el dictador, ya habían desaparecido los sueños de una transición a su gusto (que a él lo sucediera la eternidad). El refugio personal había sido Grecia. Una Grecia personal, es cierto, la Grecia que construye Reyes a lo largo del poema. Pero es una Grecia que primero había sido generacional, la que habían ido construyendo en días más optimistas los ateneístas. Una construcción de la realidad que los mantenía unidos. Los unía la certeza de habitar su propio helenismo, el de las lecturas en casa de Antonio Caso. Y luego, los mantuvo unidos a su pesar, aun cuando algunos llegaron a mostrar sus armas. Fue el caso del propio Reyes, pues fue innegable su paulatina separación de Martín Luis Guzmán. Y sin embargo, ambos se aferraron a su Grecia. Vuelta Ifigenia al revés, violentada hasta que enseñe sus costuras como un vestuario que se agarra y se intenta voltear para saber qué esconde, sería similar a La sombra del Caudillo. Ambos tienen el destino como tema. Eso es algo que no es más que un punto de partida. Equivale a no decir nada. Y eso ya es algo, pues queremos decir que tienen en su esencia un cordón umbilical con la tragedia griega, resuelta de dos maneras distintas. Aunque me gustaría saber cuáles son las diferencias, ahora que sólo me puedo referir a las semejanzas. Y encuentro una, fundamental, que el protagonista es un arrojado, un expulsado en su pequeña isla de conciencia, una conciencia que puede ver muchas cosas, menos su destino. Ese privilegio le corresponde al coro y a todos los demás personajes. En la tragedia, al héroe le está impedido ver su propio destino, no así a los demás. Es el deambular por el bosque oscuro, sabiendo que sólo uno está ciego. Esa conciencia terrible del coro que no puede transmitir nada, que no puede evitar el naufragio, eso que ocurre a los grandes visionarios, los cuales generalmente no pueden ver nada.
Ifigenia es una pieza de un rompecabezas imposible de armar por completo, ya que las correspondencias entre los textos de Reyes son aparentes, como aparente es la sinceridad de sus palabras, pero también la mentira de sus poemas. Nada más natural que se esconda en una máscara para decir la verdad. Aunque todo en él es una construcción hecha de palabras, en donde él se construye a sí mismo a base de palabras. En eso, no se distingue de nadie, ya que todos lo hacemos; bueno, no todos, de hecho su testimonio es casi solitario, pues su generación –con excepción de Vasconcelos– no se distinguió por dejar memorias. Las suyas son de 1941, ya había vuelto a México y, en realidad, regresó a retocarlas, puesto que las había publicado en 1914, cuando todavía no tenía la distancia suficiente de los hechos para ser consideradas memorias. Cuando las retocó, agregó uno de los párrafos más polémicos de su obra, el que contiene el párrafo que dice: “No es exagerado decir que ahí amanecía la Revolución”, al referirse a un supuesto homenaje que los ateneístas le rindieron a Gabino Barreda. Es decir, el Ateneo de la Juventud como precursor de la Revolución Mexicana, un antecedente, cuando en realidad había sido lo contrario, pues se trataba de una generación que pretendía heredar el poder de la generación anterior. Más o menos, lo mismo que le hubiera gustado a Ifigenia, casarse con Aquiles y heredar. Pero tuvo que ser sacrificada, o casi. La salvó una diosa. En el caso de Reyes, lo salvó el fantasma de su padre, las influencias de su hermano, las gestiones de la diplomacia, si quieren, es otra manera de llamar al destino. Cuando Reyes vuelve al pasado, reescribe la historia, contrario a lo que decía con frecuencia, para congraciar al Ateneo con la Revolución. Es tiempo de dejar de matarnos entre hermanos. Ya Ifigenia había reconocido a su hermano, estuvo a punto de matarlo, cuando él venía a salvarla, a buscarla para lograr por fin conjurar una maldición antigua. Ifigenia borró su pasado, Reyes lo reescribió. Me detengo a pensar en esta relación porque el aparente curso de la verdad, las memorias objetivas, han sido las más impugnadas de Reyes. Lo otro es apenas el intento de una lectura de su poema para hallar verdad. Por más que yo odie la búsqueda de la verdad. No tengo ningún interés. Y sin embargo, la palpo en los recursos de Ifigenia, la historia de la reconciliación con el pasado. Algo en lo que tampoco creo. Creo en la construcción de recuerdos, lo cual sirve más para hacer creer en la reconciliación. De todas formas, es un recurso no muy común en la obra de Reyes. Yo que pensaba nadar en aguas conocidas, en mi familiaridad con Reyes, pero el espacio se enrarece, se condensa de pronto al intentar caminar de la prosa a la poesía, se aprieta de significados. Y todo porque él intenta poner esta pieza entre el rompecabezas de su verdad. Yo carezco de certezas, así que sólo puedo compartir la sensación de naufragio en una obra que es frecuentemente salvación literaria.


