El comienzo de un proceso

Raúl Jiménez Vázquez

Ernest Cassirer, figura central de la antropología filosófica, afirma que la capacidad de imaginar y producir símbolos es la nota que caracteriza lo específicamente humano; a través suyo se atribuye valor o significado a las cosas, al proceso mismo de la vida, y se gestan las creencias socialmente compartidas.

Los símbolos son pilares del imaginario colectivo y dan cuenta de sí a las subsecuentes generaciones; su fin es almacenar, ordenar y transmitir la memoria histórica; conjuran el riesgo del olvido y aseguran la cohesión y continuidad de las culturas. En su versión oral o escrita, la memoria histórica adquiere la forma de una enciclopedia creada por los pueblos para preservar su identidad y garantizar su sobrevivencia.

Es por esto que hoy en día se postula la existencia del derecho humano a la memoria histórica como una derivación lógica y natural del derecho humano a la verdad, el cual ha sido preconizado por tribunales internacionales del relieve de las Cortes Interamericana, Europea y Africana de Derechos Humanos.

El derecho humano a la memoria histórica se desagrega en dos grandes vertientes: el derecho —individual y colectivo— a saber lo que pasó y el derecho al honor y a la dignidad de quienes, además de la injusticia, sufrieron el escarnio, el oprobio de ver y sentir en lo profundo del alma el trastocamiento de su memoria y el sellamiento del recuerdo de sus allegados.

Hacer a un lado las versiones oficialistas, recuperar la memoria histórica y distanciarse de los grupos e ideologías que han sido sustento de los aberrantes ataques a la dignidad humana, es un deber que no puede ser soslayado cuando la verdad ha sido establecida de modo inapelable.

Diversas experiencias internacionales acreditan la pertinencia de esos conceptos. Sin duda la más llamativa es el repudio expreso del régimen hitleriano, la condena categórica de las prácticas genocidas implementadas en Auschwitz y otros campos de exterminio masivo de vidas humanas y la solicitud de perdón por las atrocidades de los nazis, hecha por Angela Merkel, canciller del Estado alemán, en el marco de una ceremonia que tuvo lugar hace un par de años.

España es otro ejemplo digno de ser mencionado. Con la promulgación de la Ley de Memoria Histórica se rompió el silencio cómplice que había en torno a la dictadura franquista; se propició el surgimiento de políticas públicas destinadas a asegurar el conocimiento de los hechos acaecidos durante y después de la guerra civil; se reivindicó a las víctimas y se estableció un sistema de reparaciones de los daños morales, materiales y honoríficos; se decretó la ilegitimidad de los tribunales que tuvieron a su cargo los procesos apócrifos instaurados en contra de los opositores republicanos y se declararon nulas de pleno derecho las sentencias resultantes de esos remedos de enjuiciamientos penales.

Del otro lado del Atlántico, el caso argentino es también paradigmático. En un mensaje dirigido a toda la nación el 26 de abril de 1995, el jefe de Estado Mayor General del Ejército, teniente general Martín Antonio Balza, asumió la responsabilidad de las fuerzas armadas derivada de las acciones terroristas realizadas durante la dictadura; aseveró que el ejército no es la única reserva moral de la patria, sino que ésta subyace en los núcleos de todas sus instituciones, sobre todo en los claustros universitarios; ordenó a sus subalternos abandonar las visiones apocalípticas, la soberbia, y aceptar el disenso y la pluralidad; sin ambages o eufemismos en el acto emitió la siguiente consigna jerárquica: “Nadie está obligado a cumplir una orden inmoral o que se aparte de las leyes, delinque quien vulnera la Constitución, delinque quien imparte órdenes inmorales, delinque quien cumple órdenes inmorales, delinque quien para cumplir un fin que cree justo emplea medios injustos o inmorales”.

Con la elevación a rango de ley del carácter luctuoso del 2 de octubre bajo el epígrafe “Aniversario de los caídos en la lucha por la democracia en la plaza de las Tres Culturas en 1968”, una semilla germinal acerca de la verdad de este trágico suceso ha sido sembrada en forma totalmente irrevocable.

Sin embargo, ello es apenas el comienzo de un proceso que, entre otras cosas, se entreverará ineludiblemente con el tema capital de la memoria histórica. Los mexicanos  —particularmente los niños y los jóvenes— tenemos que conocer la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad acerca de ese funesto pasaje de la historia nacional; la verdad lisa y llana contada por voces expertas, por voces desinteresadas, necesariamente desvinculadas de los círculos del poder. Este es un derecho humano y un imperativo ético, jurídico y político.

El afloramiento de la verdad y la recuperación de la memoria histórica necesariamente tiene que abarcar los espacios milicianos. Ahora, más que nunca, son claramente insostenibles las grotescas y ofensivas visiones impuestas por el gobierno —contando con la complicidad de la inmensa mayoría de los medios de comunicación—, según las cuales el 2 de octubre el ejército y el entonces Presidente de la república salvaron a la patria. Lo mismo puede decirse en relación con el aire de heroísmo, de gran hazaña, el íntimo orgullo de haber participado en un acto sublime, lleno de un rotundo patriotismo —avalado por el otorgamiento de condecoraciones presidenciales y de ascensos por “actos de guerra”— que aún campean en la mente y el corazón de muchos militares.

Ello significa que Calderón, en su calidad de jefe nato de las Fuerzas Armadas, está más que obligado a deslindarse públicamente de la masacre perpetrada en contra de los indefensos ciudadanos que tuvieron el valor de alzar su voz en defensa de la libertad y la dignidad. No hacerlo podría llevar al ejército a una crisis de identidad ya que difícilmente dentro de los cuarteles se izará la bandera a media asta a fin de honrar la memoria de quienes en su momento fueron considerados enemigos y traidores a la patria.