Patricia Gutiérrez-Otero
I
La ardilla gira, cae y resplandece,
obscura vida que sin alas vuela
por perfecta confianza en su destreza.
Perdido en el caudal de sus ensueños,
en la orilla de sí, el hombre acecha
el indicio sutil de una presencia,
un cuchicheo, un guiño, una promesa
que vuelvan habitable aún la ausencia.
La rápida centella de la bestia:
se agazapa y tendiéndose se lanza,
surca el aire, desprecia la certeza,
volátil, el espacio hiende, pura
dicha que exulta, alaba y ya se entrega.
Los hombres, en la orilla de sí, tiemblan.
II
¡Cómo aqueja el vacío las riberas
cuando el río ya no llega y no besa
las playas anegadas por su ausencia!
Buscan los labios de las tercas olas
el impetuoso cuerpo apasionado
y lamen su recuerdo acariciando
su exigua huella en un vacío cauce.
La soledad inagotable del mar
es un lamento que a la noche preña.
¡Ah, razón razonante, que doblega
el fluido correr y lo encapsula
en metálicos tubos de cemento
de dura rectitud bien orientada!
¿Y los dos cuerpos que anudó el deseo
sin preguntar por qué ni para qué?
Si el río se lamenta, muere el mar,
aunque en temibles noches se subleva,
memoria huracanada que arrodilla
lo pequeño y le muestra su medida.
¡Mira!, se eleva y juega un viento alado.
