Barbas a remojar

Marco Antonio Aguilar Cortés

Morelia.- Dura es la vida de quien ha ganado todo, y en un segundo lo pierde todo. Sentimos asombro y afección por lo seres humanos que, llegando a ser poderosos, caen de esa cúspide, al margen de las causas de su éxito y de su fracaso.

La historia del hombre está llena de esos ejemplos; empero, para no perdernos en tiempos y espacios ajenos, observemos a quienes han llegado a ser Presidentes de México, y aún viven.

Al vigoroso Luis Echeverría Alvarez, quien clavaba sus ojos miopes y severos, a través de los cristales incoloros de sus anteojos, sin parpadeos, al escuchar la lapidaria y retórica frase de Augusto Gómez Villanueva: “México se incendia a la orden del presidente Luis Echeverría, y a la orden de él se apaga”; ahora, en su ancianidad, sin poder y vulnerable, los incendiarios y los bomberos de moda lo tienen en jaque.

Cuando nos habíamos acostumbrado a observar al poderosos Carlos Salinas de Gortari, sentimos estupor al verlo tímido y resentido sobre una cama y en huelga de hambre, protestando contra actos de autoridad de sus antiguos subalternos, promovidos por él. Su debilidad, en ese momento, parecía increíble.

El presidente de México Ernesto Zedillo Ponce de León es otro caso, ya que al concluir su mandato, a finales del año 2000, fijó su residencia en Estados Unidos de Norteamérica. Varios motivos tuvo para migrar, entre otros, vivir con una seguridad personal y familiar de la que hubiera carecido en nuestro país.

Su exilio, voluntario, fue impuesto por las condiciones de resentimiento que sus determinaciones de gobierno generaron en gente de poder como la familia Salinas de Gortari, o en gente indígena de extrema pobreza, como el caso de Chiapas.

Pero eso, Ernesto Zedillo buscó, entre amigos gringos beneficiados en su administración, lo que en este momento parece faltarle: la seguridad de no ser molestado en razón de la inmunidad que él presume tener.

Porque sucede que en la Corte Federal con sede en Hartford, Connecticut,  en donde reside el acusado como maestro de la Universidad de Yale, el pasado 19 de septiembre presentaron una demanda en contra del ex presidente Zedillo una decena de sobrevivientes de la denominada matanza de Acteal, acaecida en 1997, en donde murieron 45 personas, incluyendo mujeres y niños.

Los acusadores piden castigo penal para el supuesto inculpado, pero también la reparación del daño cuantificada en millones de dólares. El despacho jurídico Rafferty Kobert Tenenholtz Bounds & Hess formuló la demanda, y denuncia un Plan de Campaña Chiapas 94 que, supuestamente autorizado por el presidente Zedillo, utilizaba guardias blancas para aplastar a los rebeldes.

Zedillo ha dado respuesta, haciendo valer en su defensa la inmunidad como ex residente de México, y negando su responsabilidad en esos hechos sangrientos.

Independientemente de su responsabilidad en los hechos imputados, en los cuales dudo que exista culpabilidad de su parte y, por tanto, que pueda ser probada, me pregunto ¿de dónde nace esa inmunidad para un presidente de la república que hace más de 11 años dejó el cargo? De nuestra Carta Magna no se desprende tal inmunidad, pero, ¿existirá un tratado específico o una convención diplomática concreta, sobre esta materia, con Estados Unidos, o entre varias naciones, o firmado dentro de un organismo internacional?, ¿lo aprobó nuestra Cámara de Senadores, como lo dispone la Constitución?, ¿cuándo y cómo lo aprobó, que lo han guardado tan en secreto? En qué base jurídica se funda la nota diplomática mexicana solicitadora de esa inmunidad para Zedillo.

Si el presidente Ernesto Zedillo hubiese cometido un ilícito en territorio nacional, y en el ejercicio de ese cargo, son los tribunales mexicanos los competentes para conocer del caso, y no los extranjeros; siendo aplicables las leyes mexicanas, y no las de nuestros vecinos del norte.

Los tratados no están por encima de nuestra Constitución federal, ni jamás deben de estarlo. El principio de supremacía constitucional sigue vigente conforme al artículo 133 de nuestra Constitución, y así debe seguir, aun tratándose de un caso tan predecible y a la vista como el que a futuro padecerá nuestro actual presidente Felipe Calderón Hinojosa.

Aún en el ejercicio del poder, no hace muchas semanas, un grupo de mexicanos, en número aproximado de 23 mil, firmaron denunciándolo ante un tribunal internacional; él mismo reaccionó, equívocamente en el interior del país, amenazando con procesar a los denunciantes, con el pretexto de que le hacían daño a México, confundiendo al país con su persona, reacción muy común en quien ha perdido piso en el ejercicio de cargos importantes.

Y con su errática respuesta dio lugar a que algunos de los denunciantes, públicamente, se presentaran para de inmediato ser indiciados, lo que resaltó la imprudencia autoritaria.

Si eso es ahora, ¿cómo será cuando deje el poder presidencial Calderón Hinojosa?, cuando más de 60 mil muertos lo denotan, y más de 100 mil desaparecidos lo señalan. Estas cifras las maneja el común de la gente, ya que con todo y el derecho de acceso a la información no ha sido posible conocer las cifras oficiales, las que además tienen poco crédito público.

Pero todo esto es, sólo, un síntomas de la grave descomposición social e individual que vive México, y gran parte del mundo, ante lo cual nuestra generación tiene una gran reto, y un trabajo de privilegio.