Alberto Híjar Serrano

Ricardo Legorreta Vilchis es una figura emblemática del neoliberalismo. Su despacho Legorreta más Legorreta sintetiza el sentido dinástico de las familias distinguidas en los negocios con el Estado orientado para ceder sus deberes a los consorcios con el favorecimiento de contratos con alcances trasnacionales. A Legorreta le disgustaba que lo llamaran arquitecto del salinismo. No tenía razón, porque en rigor, construyó y diseñó a favor de una tendencia estatal dominante. Legorreta destaca desde antes del salinismo por su capacidad de hacer de la arquitectura un despliegue de espacios acentuados con colores propios de los pueblos campesinos. Ahí está el Camino Real de Polanco, como señal de los usos espectaculares del color que con las pinturas de Rufino Tamayo, dan sentido sensorial mexicano a los signos visuales sin necesidad de alusiones políticas o sociales. Nada mejor para la obra pública del gobierno de Carlos Salinas, que a la mitad de su sexenio se definió como liberalismo social, deslindado del nacionalismo al que declaró obsoleto en tiempos de globalización. Pero había que marcar con signos las nuevas urbanizaciones y los edificios públicos para destacarlos entre el rutinario eclecticismo deliberado de la arquitectura posmodernista afanada en tomar de la historia de los estilos lo que viene bien a fachadas y patios vistosos con tal de romper con el funcionalismo rutinario.

A Ricardo Legorreta también le molestaba ser considerado discípulo de Luis Barragán hasta que reconoció su influencia humanista irreductible a los grandes muros aplanados y coloridos. Lo cierto es que los espacios abiertos necesarios para el goce de estos muros exigieron desde los proyectos el diseño de escaleras y pasillos que anuncian con huecos en la pared y con objetos campesinos de barro y madera, el acceso a los patios esplendorosos. Tal ocurre en el Papalote Museo del Niño y el Museo Laberinto de las Ciencias y las Artes de San Luis Potosí, realizados por Legorreta.

Pero hay una diferencia fundamental entre Barragán y Legorreta, porque el primero trabajó para necesidades familiares y personales, mientras Legorreta procuró darle identidad espacial a proyectos de Estado. No logró superar el despotismo estatólatra, sino que procuró su exaltación con derivaciones escenográficas, tal como puede sentirse en el Centro Nacional de las Artes. El vanguardismo desinteresado de las necesidades escolares, el largo pasillo escoltado por plazoletas ahora rediseñadas, la piedra combinada con los aplanados, una escalera palaciega excesiva para llegar a la Biblioteca de las Artes oculta en un segundo piso, son las señales de una construcción ostentosa y apresurada que tenía que ser inaugurada por Carlos Salinas a punto de terminar su periodo presidencial. No hubo ni hay consulta alguna a los usuarios ni previsión de espacios tan importantes y ausentes como el resguardo de documentos. El peor resultado es la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda” de Legorreta, toda de piedra con caprichosos espacios curvos que dejan espacios muertos e inútiles a los que se accede por una escalera conventual oscura y misteriosa porque no se ve adónde llega. Nueve cúpulas techan las aulas donde la iluminación es pésima porque está dirigida para ver la curvatura en lo alto, no para facilitar las lecciones de dibujo. El gran salón principal con piso finísimo de parquet de pie, está destinado al taller de talla directa donde se desplazan grandes bloques de piedra, madera y metal. La mala construcción de las cúpulas generó fisuras y goteras, solucionadas primero con cubiertas de plástico por fuera y luego con una costosa reparación. Sin embargo, Legorreta fue contratado para diseñar las nuevas plazas con una central que lleva su nombre. Esto debía resolver las filtraciones de agua y humedad en los estacionamientos subterráneos, donde tuvieron que improvisarse canales de desahogo del agua. Ahora hay más tierra y más arbolitos en las plazas remodeladas que acumulan más humedad pero se ven bonitas.

El Premio Nacional de Artes en 1991 a Ricardo Legorreta Vilchis es un premio de Estado a quien supo diseñar los espacios grandilocuentes del neoliberalismo con excelencia visual. Las 900 hectáreas de terrenos habitados por pobres extremos expulsados entre las delegaciones Álvaro Obregón y Cuajimalpa, fueron convertidas por el galardonado en Santa Fe, el lugar de consorcios tan importantes como Televisa, Hewlett Packard, Bimbo, con edificios, malls y avenidas de otro mundo donde no caben sino los más adinerados contratistas y prestadores de servicios de lujo. La participación en esta utopía empresarial de los arquitectos Javier Sordo Madaleno, Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky, marca gracias a Legorreta un momento histórico con clara identidad urbana y arquitectónica. Ya no pudo Legorreta diseñar la ampliación de esta utopía patrocinada en principio por el gobierno capitalino de Manuel Camacho Solís y tolerada como proyecto autogestivo de ciertos impuestos por los gobiernos perredistas, para la ciudad de México que soñó dividida en quince grandes espacios separados por áreas verdes, grandes muros coloridos, gigantescos juegos geométricos, algunas fuentes y por supuesto, edificios vanguardistas con aplanados rugosos atribuidos a la influencia del pobre de Jesús Reyes Ferrerira. Con los construido basta para ubicar a Ricardo Legorreta Vilchis como arquitecto histórico.