EU: Repensando la seguridad
María Cristina Rosas
La seguridad es, o debería ser un bien público global, esto es que todos los seres humanos deberían tener acceso a ella. Sin embargo con el adelgazamiento del Estado, sugerido por diversas doctrinas como la neoliberal que postula que lo “público”, por definición, es ineficiente y lo “privado”, por el contrario, funciona mejor, debido a la preeminencia de los criterios de competitividad, los márgenes de maniobra de los gobiernos se han reducido al punto de que ahora, esferas consideradas como de su ámbito exclusivo de competencia –educación, salud, seguridad- han cedido espacios a favor de lo “privado.”
Así, la privatización de la seguridad se manifiesta principalmente en los siguientes rubros: a) cada vez más armas se encuentran en manos y al alcance de la población en general; b) proliferan continuamente organizaciones privadas que ofrecen servicios de seguridad; y crecientemente los proveedores de seguridad privada se involucran en los conflictos globales, sea a través de soldados, operaciones de paz, asistencia humanitaria, protección de las inversiones, y/o recopilación de información de inteligencia.
En la mayor parte de los países capitalistas avanzados, la seguridad privada iguala o supera a las fuerzas de seguridad pública. Por ejemplo, en Estados Unidos se calcula que por cada policía existen dos guardias de seguridad privada. En Canadá la proporción es de cuatro a uno. En Sudáfrica, con el fin del apartheid y la pobre calificación de las corporaciones policíacas que hasta entonces habían operado para mantener el statu quo, la seguridad privada creció hasta superar al número de efectivos de la policía. Los ingresos globales de la seguridad privada, que en 1990 ascendían a 55 mil 600 millones de dólares, se estima que para el año 2010 habrían sido del orden de los 202 mil millones de dólares, considerando que anualmente la seguridad privada experimenta un crecimiento del 8 por ciento, equiparable al de la economía china.
Sin embargo, la seguridad privada entraña importantes desafíos para los gobiernos y las sociedades, quienes no alcanzan a establecer los controles necesarios para garantizar su óptimo funcionamiento y evitar situaciones donde los cuerpos de seguridad privada se erigen, paradójicamente, en amenazas a la seguridad que deberían salvaguardar.
A mediados de 2010, Molly Dugan, de la RAND Corporation se pronunció sobre el particular ante la Comisión de contratistas en tiempos de guerra en Estados Unidos, señalando tres consideraciones a ponderar en torno al empleo de contratistas de seguridad privada en los despliegues militares que realice el vecino país del norte en el futuro. Así, en primer lugar, Dugan sugiere –ante escándalos como el de Blackwater y otros empleados de empresas de seguridad privada que han operado en Irak) que si el gobierno de Estados Unidos no desea recurrir a las corporaciones privadas, entonces debe hacerse de las capacidades necesarias para cumplir con las tareas que normalmente subcontrata.
En segundo lugar, si se van a emplear amplios contingentes de fuerzas de seguridad privada como ocurrió en Irak entre 2003 y 2008, entonces debe mejorar el control y la supervisión de los mismos por parte de las autoridades estadunidenses, para evitar que “maltraten” o abusen de los civiles locales.
Y finalmente, si se van a emplear amplios contingentes de cuerpos de seguridad de corporaciones privadas codo a codo con fuerzas armadas gubernamentales, deben instituirse mecanismos de coordinación y cooperación de parte de ambos, a efecto de asegurar que cumplan debidamente su cometido y no incurran en atropellos ni irregularidades.
Es evidente, sin embargo, que este tipo de sugerencias llega justo cuando el “niño se ahogó en el pozo”, es decir, cuando se tienen evidencias abrumadoras de los atropellos en que han incurrido las empresas de seguridad privada en diversos países en los que operan. Sin duda es un problema grave, cuya solución no será sencilla.